Es común en nuestro país que, en su paso por el Estado, los gobernantes de turno traigan consigo personal no calificado para copar los cargos públicos importantes, anteponiendo de esta forma los intereses personales o partidarios a los del país. Es tan habitual esta penosa práctica que ya podría ser considerada una tradición peruana de larga data. Dos de los casos más escandalosos de ejercicio de la misma se han dado en el presente gobierno y en el anterior.

Empecemos con el que corresponde al gobierno pasado. Está claro que cuando el Sr. Aurelio Pastor, ex ministro de Justicia del gobierno aprista, pensaba contratar a alguien para integrar la Comisión de Gracias Presidenciales priorizó la experiencia de los postulantes. Y es que, ¿qué mejor persona para otorgar indultos y conmutaciones a prisioneros que un ex convicto condenado por narcotráfico?

El señor Manuel Huamán Montenegro fue integrante de la organización criminal Los Norteños, que acopiaba, producía y exportaba cocaína a México desde 1994. En 1999 fue capturado por la Dirandro y en agosto de 2000 fue condenado a 8 años de prisión por haber participado de una operación de narcotráfico en la que también estuvieron involucrados los capos de la droga Jorge López Paredes, Fernando Zevallos Gonzales y Herless Díaz Díaz.

El señor Huamán, como ya dijimos, no solo visitó la cárcel como recluso. En setiembre del 2009, ya fuera de prisión, fue contratado por el gobierno como “consultor para estudios de dispositivos legales sobre la problemática de los internos que buscan obtener gracias”. Este puesto no era poca cosa: El señor Huamán (militante del partido aprista para ese momento) era el “primer filtro” para decidir quiénes recibirían la gracia presidencial, según Sergio Tejada, titular de la ‘megacomisión’ que investiga las irregularidades en la gestión del Apra. ¿Dónde deja esta contratación a la Comisión de Indultos y Derecho de Gracia del gobierno anterior que otorgó beneficios a 5.500 presos, 400 de ellos por tráfico ilícito de drogas?

Ahora profundicemos en el caso que involucra al gobierno de turno. A comienzos del 2012, el nombramiento de Elsa Malpartida (dirigente cocalera y miembro del Partido Nacionalista) como coordinadora general del Programa Integral de Mejoramiento de Barrios y Pueblos (Mi Barrio) generó muchas críticas. El motivo fue que no había justificación para que una persona sin ninguna experiencia administrativa acreditada (solo contaba con estudios técnicos de enfermería) manejase un programa que durante el 2011 gastó S/.480 millones en 554 obras en el ámbito nacional. El gobierno, por supuesto, muy fiel a su estilo, hizo oídos sordos a las críticas y mantuvo a la señora Malpartida en el puesto.

Hace unos días, no obstante, nos enteramos por sus propias declaraciones que la mencionada dirigente cocalera sí tenía experiencia administrativa: había sido dirigente logística de Sendero Luminoso en un caserío en 1989. Es decir, por un tiempo la Sra. Malpartida trabajó con una organización dedicada a destruir al Estado peruano, pero cuando el terrorismo falló en su intento –dejando miles de inocentes muertos en el camino–, el Partido Nacionalista fue lo suficientemente generoso para ofrecerle un trabajo remunerado en ese mismo Estado.

Estos dos casos son solo un par de ejemplos que destacan por el descaro de los políticos para burlarse de los ciudadanos, usando nuestro dinero para contratar a gente no calificada (siendo generosos) para un puesto público. Y, más allá del escándalo, no se trata de casos excepcionales, pues no es una casualidad que, según un estudio del Foro Económico Mundial, ocupemos el puesto 68 de 80 países en cuanto a nivel de competencia de los funcionarios públicos. Ni tampoco es coincidencia que, según otro estudio del Banco Mundial, ocupemos el puesto 104 de 192 países en lo que respecta a efectividad del Gobierno (mientras que Chile ocupa el puesto 26).

Es, entre otros motivos, para evitar este tipo de situaciones que se necesita una verdadera reforma del servicio civil. Una que introduzca la meritocracia en la carrera pública y que obligue a los gobernantes a usar al Estado para su legítima finalidad: para el beneficio de los ciudadanos, en vez de para el beneficio de algunos políticos.