En 1982, dos académicos norteamericanos, James Wilson y George Kelling, aportaron una nueva teoría al combate del crimen. La llamada “teoría de los vidrios rotos”, en muy resumidas cuentas, sostenía que ahí donde se permiten los delitos menores se crea un ambiente de permisividad que fomenta la comisión de delitos de mayor gravedad. “Piensen –escribían Wilson y Kelling– en un edificio con unas cuantas ventanas rotas. Si las ventanas no son reparadas, será mucho más probable que los vándalos se animen a romper algunas ventanas más. Eventualmente, podrán entrar en el edificio y, si está abandonado, convertirse en ocupantes ilegales o prender fuegos adentro”. La idea es que el crimen va sondeando hasta donde puede empujar, y que se anima a más cuanto más ve que no hay castigos. “El verdadero desencadenador” de las crisis de inseguridad, decían estos autores, “es el desorden en sí”. La implicancia es clara: a la delincuencia hay que combatirla con la misma severidad cuando es menuda que cuando no, porque la delincuencia menuda funciona como la gasolina de la mayor.

William Bratton, el famoso jefe de policía que contrató Rudolf Giuliani para enfrentar la entonces desbocada –y, según se pensaba, crónica– inseguridad de la ciudad de Nueva York, fue una de las personas que se tomó más en serio esta teoría. Así, en la década de los noventa, implantó en la ciudad una política de “tolerancia cero”, donde se persiguió y procesó sin tregua a quienes cometían faltas menores como no pagar el ticket del metro; beber alcohol, orinar o grafitear en la vía pública; o golpear las ventanas de los carros detenidos en la ciudad, amenazando a sus conductores para extraerles dinero, como hacían los entonces famosos “hombres-de-la-escobilla-de-goma”. Durante los 10 años siguientes disminuyeron consistentemente tanto los crímenes menores como los más serios en Nueva York.

Pues bien, es muy posible que una de las cosas que más le esté faltando a nuestro sistema de lucha contra el crimen sea una política así. A la fecha, y por increíble que parezca, nuestra policía y nuestra justicia no tienen un camino apropiado para lidiar con la delincuencia menor. Las penas efectivas de cárcel son solo obligatorias para los casos de delitos que tienen castigos mínimos de cuatro años. En todos los demás casos, siempre que el tribunal opte por una pena menor a cuatro años, suspender la ejecución de esta depende de la decisión de los jueces. Y sucede que en la enorme mayoría de estos casos, nuestros jueces optan por la suspensión, entre otras cosas, porque no tenemos centros de detención apropiados para los delincuentes menores.

El resultado de lo anterior es que los pandilleros (cada vez más comunes entre nosotros), los pequeños delincuentes, los agresores y demás tienen patente de corso. O se les suspende la ejecución de pena, o simplemente no se les procesa. Lo que a su vez justifica que innumerables veces la misma policía, que sabe esto, o no los persiga o los suelte. De esta manera, el sistema conspira para que nuestra delincuencia menor quede libre para convertirse en mayor, además de para fomentar el clima de impunidad que, como lo explican Wilson y Kelling, repotencia a la segunda.

Necesitamos con urgencia una reforma legal que tape completamente este vacío al que nadie parece estar dando mayor importancia (tanto la propuesta legislativa para luchar contra el crimen que ha presentado el presidente del Poder Judicial como la del Ejecutivo no lo toman en cuenta, pese a sus otros méritos). Tiene que viabilizarse que los delitos menores también reciban penas efectivas.

Esta viabilización exige la construcción de centros de detención especiales para este tipo de delitos. No lo que ya se ha intentado alguna vez: subir las penas para los delitos menores a fin de asegurar que tengan prisiones efectivas. Es absurdo que por un robo de poca monta realizado por primera vez un joven pueda ser recluido en una megacárcel hacinada llena de delincuentes realmente avezados, de donde lo más probable es que salga convertido en un delincuente mayor.

Como bien lo ha dicho el penalista César Azabache, la ausencia en nuestro sistema penitenciario de locales ad hoc para autores de delitos menores es el equivalente a que hubiera una ausencia de postas médicas en el sistema de salud. Necesitamos centros de detención locales o municipales, dotados de buenos programas de reinserción, para este tipo de delincuentes, y también jueces ubicados por el Poder Judicial en los mencionados niveles para procesar y sentenciar a aquellos. No es posible que las únicas opciones hoy en día existentes sean las extremas: o la impunidad total o el infierno de una cárcel fabricante de criminales.

En suma, requerimos una reforma que impida que a nuestro sistema de lucha contra el crimen se le sigan escapando por entre las piernas los delincuentes menores, creando el ambiente ideal para que muchos se atrevan a ser mayores.