La encuesta nacional urbana de El Comercio – Ipsos que publicamos ayer reconfirma nuevamente que la popularidad del Congreso sigue por los suelos: solo 10% de los encuestados aprueba su gestión. Habiéndose convertido esta situación en una constante, uno esperaría que los congresistas estuviesen trabajando duramente por revertirla. Pero cuando uno se fija con detenimiento en qué vienen haciendo nuestros parlamentarios descubre que, por el contrario, un buen número de ellos parece que no está trabajando en lo absoluto.

El viernes pasado, por ejemplo, la sesión de la comisión que investiga los nexos de Óscar López Meneses con el gobierno fue cancelada por falta de quórum. Dos de los congresistas que no acudieron a la cita (Díaz Dios y Gutiérrez) estaban demasiado ocupados participando en un programa de televisión. El tercero (Velásquez Quesquén) dijo que estaba bajo licencia médica, aunque una primera versión, dada por fuentes de su despacho, aseguraba que se quedó dormido.

Los indignantes sucesos del viernes no son la excepción en las comisiones del Congreso. El lunes de esa misma semana, por ejemplo, se aprobó el dictamen del proyecto de ley universitaria, uno de los proyectos más cuestionados de los últimos tiempos. Varios miembros de la comisión, sin embargo, parece que tenían algo mejor que hacer que decidir sobre el futuro de la educación universitaria, pues no acudieron a votar. Por eso, a pesar de que son 17 los miembros de la comisión, el controvertido dictamen se aprobó con ocho votos favorables y debido a la participación de miembros accesitarios que fueron llamados para la votación pero que no habían estado presentes en el debate del proyecto.

Algo similar sucedió el día siguiente en la Comisión de Defensa. El director de la Policía Nacional había sido citado para hacer una presentación sobre seguridad ciudadana, uno de los temas más importantes para nuestra sociedad el día de hoy. ¿Cuántos miembros de la comisión estuvieron presentes para honrar con su digna presencia al mencionado director? Pues uno solo.

Veamos un caso más. En la sesión en que se aprobó la Ley del Servicio Civil (la reforma más importante de este gobierno), 14 congresistas figuran como ausentes (sin incluir en ese número a los suspendidos, con licencia o en actividades de representación).

Los parlamentarios, para colmo, no solo faltan a las votaciones, sino también a las sesiones de discusión. De hecho, revisando una a una las listas de asistencia de cada sesión del Congreso de los últimos tres meses, encontramos que casi un tercio del total de congresistas faltó a las mismas. Y esto es particularmente grave, pues si no están presentes cuando se discuten los argumentos de un proyecto de ley, ¿cómo así pretenden luego votar sobre el mismo?

En una frase: un buen número de miembros del Parlamento se la lleva fácil. Les pagamos, aparentemente, por quedarse en sus casas, por aparecer en programas de televisión o por hacer cualquier cosa menos su trabajo. Una situación que, además, resulta un peligro para la gobernabilidad, pues un Congreso sin legitimidad es un riesgo para la democracia.

El presidente del Parlamento debería promover una reforma para terminar con este problema. Esta debería pasar por publicar en la web del Congreso y de una manera transparente, actualizada y completa el récord de asistencia de cada congresista. Debería, además, mostrarse el récord por bancada, como una forma de crear un incentivo a esta última para que controle mejor a sus miembros. Asimismo, debería fiscalizarse que se esté cumpliendo la norma que señala que se debe reducir el sueldo de un congresista que falta injustificadamente a las votaciones y ampliarla a la asistencia a sesiones ordinarias en general.

El señor Otárola, como presidente de la institución, debería ser el llamado a liderar la adopción de estas medidas. Salvo que, por supuesto, él también esté demasiado ocupado en sus temas personales como para incomodarse haciendo el trabajo por el que le pagamos los ciudadanos.