Pablo Macera cumplió con promover siempre el debate, “queriendo ser desmentido”. Ese fue acaso otro de sus grandes aportes al país. (Foto:GEC)
Pablo Macera cumplió con promover siempre el debate, “queriendo ser desmentido”. Ese fue acaso otro de sus grandes aportes al país. (Foto:GEC)
Martín  Tanaka

Nos dejó el gran historiador (1929-2020). Me atrevo a esbozar algunas claves de su visión del Perú y de su peculiar itinerario político en tanto importante intelectual público durante varias décadas en el país.

Desde la década de los años setenta, en el contexto de la expansión de los discursos críticos sobre el país y de su trayectoria histórica, Macera se convirtió en una suerte de “oráculo”. Tenía un enorme talento para dar entrevistas y construir un discurso basado en visiones de muy largo plazo; hablaba desde la autoridad y el prestigio de su investigación histórica, pero en sus intervenciones era capaz de incursionar en el análisis internacional, en la crítica cultural y muchos otros terrenos, siempre con un punto de vista original, desconcertante y provocador. En mis épocas estudiantiles, lo leía con deslumbramiento.

Parte de esa singularidad tiene que ver con su peculiar posición política. Desde la izquierda criticaba a la derecha, al imperialismo, al capitalismo; más, tampoco creía en la democracia liberal. Pero al mismo tiempo era escéptico de las alternativas políticas de izquierda; esto porque parecía estar resignado a que la magnitud de los cambios que nuestro país requería implicaba una revolución, el uso de la violencia y formas autoritarias. En “Las furias y las penas” (Mosca Azul, 1983), libro que en su momento tenía todo subrayado y resaltado, en la entrevista de César Hildebrandt (“Caretas”, junio de 1980), ante la pregunta de “¿Cuándo se jodió el Perú?”, Macera se remite al inicio de la sociedad colonial, para luego mencionar a las frustraciones de Santa Cruz, de Castilla, de Manuel Prado, de Leguía, de Piérola, del Apra… el Perú como una sucesión de frustraciones. Más adelante, propone “un socialismo indispensablemente totalitario” (“no tengo ningún cariño por lo que se llama democracia”), totalitarismo que resulta “una necesidad histórica y, al mismo tiempo, un enorme sufrimiento personal”. En la entrevista con José María Salcedo (“Quehacer”, febrero 1982), Macera declara: “Mentiría si negase mi admiración por gente como los de Sendero Luminoso”, al mismo tiempo que critica a la izquierda legal que “colabora dentro del sistema… izquierda cuyos líderes pertenecen a las clases medias y a las clases altas y que sueñan con hacer tortillas sin romper los huevos”. En una entrevista con Mario Campos en “La República” (agosto 1982), Macera prevé un escenario de guerra civil, que “va a involucrar a todos los grupos sociales del país. Y no va a ser una guerra breve. Va a ser una larga y cansada guerra civil”.

Desde esta matriz de pensamiento, no me parece extraño que el devenir de la década de los años noventa lo haya descolocado y desconcertado profundamente, y que luego hubiera optado por apoyar al fujimorismo en las elecciones del 2000. La caída de este en el 2001 lo obligó a replegarse. Pero igual Macera cumplió con promover siempre el debate, “queriendo ser desmentido”. Ese fue acaso otro de sus grandes aportes al país.