"Hacer cuestión de Estado en torno a eso, cuando mueren todos los días cientos de personas por el COVID-19, es ridículo y no solo provoca la contraofensiva que produjo, sino que distrae de lo importante". (Foto: Presidencia)
"Hacer cuestión de Estado en torno a eso, cuando mueren todos los días cientos de personas por el COVID-19, es ridículo y no solo provoca la contraofensiva que produjo, sino que distrae de lo importante". (Foto: Presidencia)
/ Andrés Valle
Jaime de Althaus

Lamentablemente para el país la estrategia presidencial de la ‘popularidad ante todo’ lo llevó a disolver el anterior solo para instalar uno nuevo que ha resultado menos vocinglero y belicoso pero mucho más letal para la república.

La disolución tiene sentido cuando se busca una mayoría propia para poder gobernar. Acá se trató de un deporte populista. Esa misma estrategia lo llevó a escapar del terreno de los pésimos resultados sanitarios y económicos que estamos sufriendo, para retomar el probado recurso de una filípica anticorrupción contra el Congreso, que provocó la reacción bárbara que conocemos.

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El mecanismo populista nunca es constructivo, salvo para el aplauso popular. Todo lo pervierte, incluso las mejores causas. Eliminar completamente la inmunidad parlamentaria y proscribir a quienes tengan sentencia en primera instancia, en un país de fiscales y jueces venales, solo sirve para darles armas a los corruptos y a los autoritarios.

Hacer cuestión de Estado en torno a eso, cuando mueren todos los días cientos de personas por el COVID-19, es ridículo y no solo provoca la contraofensiva que produjo, sino que distrae de lo importante, que son las reglas electorales que tenemos que dar para que el próximo gobierno, que tendrá que reconstruir el país, sea viable.

El populismo del presidente ha pervertido la buena e indispensable causa de la reforma política que él mismo tuvo el mérito de enarbolar. La institucionalidad política del país, que ya era muy mala, ha empeorado en los últimos dos años. Hoy es desastrosa. Ya no tenemos reelección, con lo que la mayor parte de los congresistas del próximo Congreso pertenecerá a la tercera fila de los partidos –y estamos viendo cómo son los de la segunda, muchos de ellos analfabetos constitucionales–, puesto que no podrán postular ni los del Congreso disuelto ni los actuales.

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Ni siquiera tenemos partidos, ahora menos que antes, porque los más importantes han sido destruidos, acusados de ser organizaciones criminales. La promesa de la bicameralidad quedó desecha en el referéndum. Y se institucionalizó la disolución del Congreso por denegación “fáctica” de la confianza.

La pandemia también colaboró, sin duda. Ya no será posible reducir el número de candidaturas, y el próximo Congreso será casi tan fraccionado y populista como este. ¿Vamos a repetir la misma historia? ¿No estamos aprendiendo de lo que nos está pasando? En lugar de pechar por temas populares, el presidente pudo promover la eliminación del voto preferencial y la elección del Congreso junto con la segunda vuelta, para que el próximo Ejecutivo pueda gobernar y reconstruir el país.

Pero el mecanismo populista, cuyo resorte es la confrontación, impide la colaboración consistente. Por eso la proverbial inejecución y el fracaso en las estrategias contra el COVID-19. Por eso no designa a un primer ministro que pueda conversar con el Congreso para desarrollar una agenda conjunta y contener de paso la hemorragia populista, y que pueda formar un comando de recuperación económica con el sector privado, que tampoco se muestra muy proactivo.

No es posible salir del abismo social y económico en el que hemos caído, enfrentados, sin un plan común y tratando cada uno de sacar lo mejor que pueda para sus propios fines.

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