(Fotos Diana Marcelo / GEC)
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Jaime de Althaus

La coyuntura del país está atravesada por una contradicción que tiene resolverse si queremos tener una salida exitosa de esta profunda crisis. Es la que se da entre el proceso político, marcado por presiones intervencionistas y populistas, y el proceso económico, que demanda la máxima libertad económica para que los emprendimientos puedan levantar vuelo con la menor carga posible a fin de evitar escenarios que puedan desestabilizar la propia democracia.

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Ambas demandas marchan en sentido contrario. Creyendo atender las necesidades de la población, los populistas revientan el futuro. Lo hacen por razones ideológicas –dinamitar el modelo económico–, o por desvergonzado oportunismo electorero.

Sinesio López sostiene que los “neoliberales” que tildan de populistas leyes como la de las AFP y la ONP son elitistas que “se colocan del lado de la oferta, que es el reino de la burguesía. Colocarse del lado de la demanda y del consumidor no es populismo. Es keynesianismo” (La República, 03/09/20). Keynesianismo, sin embargo, es lo que hace el Estado cuando rompe la alcancía del Fondo de Estabilidad Fiscal por la emergencia–que para eso es–, cuando se endeuda para cubrir la caída de los ingresos, dentro de un límite prudente, o cuando el BCR extiende una línea de crédito al sector privado. Pero Alan García I también se colocaba del lado de la demanda y generó la hiperinflación que casi desaparece al Estado. Eso fue populismo, no keynesianismo.

No obstante, hay una percepción común que ayuda a encontrar una salida: el extraordinario crecimiento que hemos tenido en los últimos 30 años, que redujo la pobreza del 60 al 20%, no ha podido resolver dos problemas: la altísima informalidad, y la calidad de los servicios públicos –la salud en este caso. Es decir, el modelo ha fallado en incorporar a todos los peruanos en el Estado legal (formalidad) y en el Estado social (salud).

La solución de esos dos problemas es el punto de encuentro entre las dos corrientes arriba mencionadas, la síntesis que resuelve la contradicción entre ellas. Pues comparten la proposición de que hay una parte importante de la población excluida de los beneficios de la formalidad y de la salud pública. Esos fueron precisamente los dos problemas estructurales que impidieron dar una respuesta eficaz a la pandemia.

Por eso, el Pacto Perú debió ser sobre estos dos temas: ¿cómo reformar la formalidad y el sistema de salud para que incluyan a todos? Eso requiere el trabajo de sentarse a acordar, porque hay consenso sobre el objetivo, pero no sobre el cómo. Lograr ese acuerdo debería ser el propósito del Pacto Perú, no conversar sobre la pobreza o la educación, sobre los que ya hay acuerdo.

Lo interesante es que el apremio vital de corto plazo –restablecer los mayores niveles de libertad económica para las empresas– sirve para conseguir una formalidad más inclusiva. El modelo ha sido excluyente porque la formalidad ha sido excluyente. Hay que reformarla. Y no es que no le haya dado recursos a la salud: el presupuesto de ese sector se multiplicó por 7 en términos reales en los últimos 20 años, pero el patrimonialismo y la corrupción se los consumieron. Eso es lo que hay que reformar.

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