La disolución del Congreso no tuvo entonces el propósito de restablecer la gobernabilidad, sino un carácter básicamente punitivo: sacar del escenario a los grupos políticos execrados. (Foto: Presidencia)
La disolución del Congreso no tuvo entonces el propósito de restablecer la gobernabilidad, sino un carácter básicamente punitivo: sacar del escenario a los grupos políticos execrados. (Foto: Presidencia)
Jaime de Althaus

He sostenido que hay una relación de causalidad entre la disolución (inconstitucional a mi juicio) del por parte del presidente y el desproporcionado pedido de vacancia presidencial. En algunos casos por retaliación, pero más fundamentalmente por la degradación de los valores constitucionales implícita en la disolución del Congreso, que no se llevó a cabo para superar un impasse político insalvable –puesto que el presidente no buscó un nuevo Parlamento en el que tuviera mayoría para poder gobernar–, sino como ejercicio populista para correr una ola grande de popularidad montado en el caballo de la lucha contra la corrupción que tenía como última batalla la de eliminar a los sectores políticos supuestamente corruptos.

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La disolución del Congreso no tuvo entonces el propósito de restablecer la gobernabilidad, sino un carácter básicamente punitivo: sacar del escenario a los grupos políticos execrados. Fue el acto terminal de la larga polarización fujimorismo-antifujimorismo, ejecutado en un probable juego de tenazas con los fiscales anticorrupción, algo que ha saltado en los audios y que habría que corroborar.

Para ello el presidente atizó el conflicto –con la entusiasta colaboración de algunos fujimoristas y apristas–, intervino en un procedimiento –la elección de los miembros del TC– que era de competencia exclusiva del Congreso e inventó la consagrada figura de la “denegación fáctica” de la confianza.

En suma, utilizó mecanismos constitucionales como armas de eliminación política. La conciencia constitucional se degradó. Y es esa degradación lo que se manifestó en el cuando inicialmente casi todas las bancadas aprobaron vibrantemente un proceso de vacancia por un tema deplorable que tiene que ser explicado e investigado pero que es –a mi juicio– menor y hasta ridículo.

Hay aquí un paralelismo con los principios de la economía de mercado, ampliamente vulnerados por la proliferación de iniciativas populistas del Congreso. Así como creíamos que el temple constitucional y democrático de los peruanos se había afirmado luego de la experiencia autoritaria y antiinstitucional de los 90, solo para descubrir que podía ser tan endeble como para justificar –demócratas precarios– una disolución falaz del Congreso, así vemos que el consenso en torno a los principios de libertad económica y equilibrio fiscal, construido con sufrimiento económico luego del intervencionismo hiperinflacionario de los 80, se disuelve en unos pocos meses de festín legislativo como si nada hubiésemos aprendido.

Está fallando la educación, sin duda. Pero en el corto plazo las cosas pueden estallar con grave riesgo electoral, porque como parte del esquema de la disolución frívola del Congreso, el presidente no se ha preocupado de buscar una agenda legislativa conjunta con el Congreso para encauzar los impulsos populistas hacia proyectos constructivos que permitan acelerar la recuperación del país, ni establecer un puente para manejar con menos sobresalto las revelaciones comprometedoras que vengan.

Al desastre del manejo político se suma el desastre del manejo económico y sanitario. Pues tampoco ha sido capaz de integrar la ofrecida capacidad logística del sector privado para testear y aislar a las familias de los contagiados, con lo cual Tayta llega apenas al 7% de los infectados. Una renuencia con consecuencias mortales por la que el primer ministro sí debiera ser interpelado.

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