El año que termina estuvo marcado por algunos severos errores del Gobierno que, particularmente en el primer semestre, minaron fuertemente la confianza en nuestro futuro y, con ello, el crecimiento de la inversión privada, la misma que ha venido cayendo hasta el magro 2,1% de este último trimestre. Algo muy serio, teniendo en cuenta que esta inversión es, de lejos, el principal motor del crecimiento y, por lo tanto, también de nuestras posibilidades de seguir reduciendo la pobreza y generando oportunidades y clase media.

Entre estos errores, acaso los más graves fueron dos. Primero, el intento de revivir el Estado megaempresario y comprar Repsol –intento que vino acompañado por una serie de desconcertantes declaraciones presidenciales–. Y, segundo, el mal disimulado proyecto de una reelección conyugal, sobre el que, incluso, llegaron a ser bastante explícitas diversas figuras del oficialismo.

Es cierto que, ante lo seca que fue la parada que tuvo la economía, el Gobierno pareció tomar conciencia de lo que hacía y dio marcha atrás –al menos hasta donde se puede ver a la fecha– en ambas ideas. Con todo, el chip de la gran transformación pareció persistir en alguna medida en su interior, generando, por ejemplo, declaraciones demagógicas sobre lo que significa el lucro y un proyecto de ley universitaria populista que solo puede aspirar a estatizar el problema que –se supone– quiere combatir.

No obstante todo esto, es justo decir que el propio régimen, al mismo tiempo que hacía estas cosas, y como si tuviese algún síndrome de personalidad disociada, hizo también en el año varias otras reformas muy prometedoras e incluso potencialmente históricas. Reformas que vale la pena tomar en cuenta por lo que pueden lograr en sí, pero también porque muestran que, pese a todo, sí existe en algún lado de nuestro Gobierno la capacidad de dar pasos adelante y, por lo tanto, una esperanza para los dos años y medio que le quedan en el poder.

Así, por ejemplo, tenemos el caso de la Ley del Servicio Civil, la misma que el Ejecutivo logró hacer aprobar –despertando, por cierto, la aceptación de la gran mayoría de la población– pese a las marchas y las amenazas que desplegaron algunos sectores defensores del statu quo en nuestro Estado. Esta ley es el primer intento orgánico en mucho tiempo de introducir una meritocracia en las filas de nuestro Estado y, si se implementa bien, tiene las potencialidades para transformarlo y volverlo un auténtico servidor – en lugar de un filantrópico torturador– del ciudadano. Ello, especialmente tomando en cuenta que el Gobierno también ha dispuesto la ampliación del sistema de presupuesto por resultados a un número mayor de programas y organismos públicos.

Otro ejemplo importante es el de la reforma del sector salud contenida en la serie de decretos recientemente aprobados y que, revolucionariamente para nuestra salud estatal, introducen incentivos y participaciones privadas en ella, al tiempo que empoderan a su usuario otorgándole un lujo que hasta hoy jamás había tenido: el de elegir entre varias opciones (incluyendo a las privadas) en competencia.

Finalmente, una tercera reforma importante –aunque sin duda hasta ahora insuficiente para un país que ocupa el puesto 113 de 148 países en la categoría de “peso de las regulaciones burocráticas” del Índice de Competitividad Global– fue la contenida en las medidas dadas para el MEF para simplificar y racionalizar nuestros trámites y procedimientos administrativos. Así, entre otras cosas, el Gobierno redujo plazos de algunos permisos emblemáticos, introdujo silencios administrativos positivos, dictó normativas para sancionar a los funcionarios que estableciesen barreras injustificadas e incluso nombró a un equipo específicamente encargado de destrabar proyectos importantes.

Es verdad que todas estas medidas todavía tienen que implementarse por entero para que podamos hablar de verdaderos cambios, pero no por ello deja de ser cierto que, como decíamos, muestran que también existe en el Gobierno la capacidad de plantear pasos innovadores e importantes hacia adelante. Y eso es esperanzador. Si esa capacidad fuese lo que primase en el Gobierno no solo para llevar a buen término las reformas mencionadas en el tiempo que le queda, sino también para realizar algunas otras urgentes –como la de la educación, que en sus dos primeros años detuvo, y la de la policía–, este todavía podría cambiar su lugar en la historia (bajo el supuesto, desde luego, de que se aclaren las dudas surgidas sobre un aparato de poder tras bambalinas dispuesto con fines políticos ocultos).

De hecho, para el caso de que lo anterior resultase mucho pedir, si en el tiempo que le queda el Gobierno tan solo hiciese lo necesario para destrabar la mitad de esos US$22 mil millones en proyectos mineros que tiene detenidos y concesionase al menos un décimo de los proyectos necesarios para cerrar nuestra brecha de infraestructura de US$88 mil millones (todo lo cual no debería ser tan difícil, desde que se trata únicamente de abrir paso a una inversión que ya está ahí, interesada en fluir), podría recuperar el crecimiento acelerado que el Perú tenía hasta hace no tanto y legarnos en el 2016 un país con mucho menos pobreza y más futuro que el que ahora apunta a dejar. ¿Lo hará?