Ayudaría que el gobierno levante como elemento central de su discurso y acción política el combate a la violencia de género y la defensa de los derechos de niñas y niños. (Ilustración: Rolando Pinillos / El Comercio)
Ayudaría que el gobierno levante como elemento central de su discurso y acción política el combate a la violencia de género y la defensa de los derechos de niñas y niños. (Ilustración: Rolando Pinillos / El Comercio)
Martín  Tanaka

Recientemente nos han conmocionado nuevos casos de violencia de género y de violencia contra niños y niñas, a pocas horas del 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer. Como Estado, ¿estamos haciendo lo necesario? Según un trabajo de Stéphanie Rousseau, Eduardo Dargent y Aurora Escudero (“Rutas de atención estatal a las víctimas de violencia de género”; CIES, 2019), hay algunos avances, especialmente desde el 2015, con la ley para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra las mujeres, y con el Plan Nacional contra la Violencia de Género del 2016.

Según el Observatorio Nacional de la Violencia contra las Mujeres, pasamos de 114 centros de emergencia mujer (CEM) en el 2010 a 396 este año y el número de casos atendidos más que se duplicó en ese período; hay cada vez más atenciones a denuncias de violencia familiar en las comisarías; el Poder Judicial reporta el aumento d el número de expedientes por violencia familiar; el Minsa, que ha duplicado entre el 2009 y 2016 las atenciones a personas en situación de violencia. Así, registros de violencia familiar contra la mujer ejercida por el esposo o compañero muestran una tendencia decreciente entre el 2009 y el 2017, aunque la cifra de tentativas de feminicidio se ha incrementado.

Rousseau, Dargent y Escudero muestran que, pese a los avances generales, la realidad “micro” sigue siendo muy decepcionante. Los CEM, las comisarías, los hogares de refugio, carecen de espacios adecuados, insuficiencia de personal y recursos, lo que limita las capacidades de hacer efectivas medidas de protección, seguimiento de procesos judiciales, implementar acciones de prevención, proporcionar apoyo psicológico o programas de inserción laboral a las víctimas. De otro lado, llaman la atención sobre lo difícil que resulta ir en contra de prejuicios y visiones tradicionalistas, enfoques “familistas” (privilegiar a toda costa la “unión familiar”) o concepciones que prefieren proteger a los imputados antes que a los denunciantes.

Este último punto es central. Acaso el escollo principal que limita los avances es atacar con más decisión los prejuicios y estereotipos de género. Esas concepciones que en última instancia convierten a los varones en agresores, a los entornos familiares, amicales y barriales en cómplices o testigos silenciosos, a las instituciones en ineficaces. Hemos avanzado mucho en la conciencia de estos temas por la indignación que despiertan casos emblemáticos. Ayudaría que el gobierno levante como elemento central de su discurso y acción política el combate a la violencia de género y la defensa de los derechos de niñas y niños. Sería una cruzada que uniría a todo el país. El tipo de iniciativas que nos hacen falta.