"En los países en que se aplazaron las elecciones, como Bolivia y Chile, la medida fue la consecuencia –es la única manera– de un amplio acuerdo político". (Ilustración: Luis Huaitan / El Comercio)
"En los países en que se aplazaron las elecciones, como Bolivia y Chile, la medida fue la consecuencia –es la única manera– de un amplio acuerdo político". (Ilustración: Luis Huaitan / El Comercio)

Las elecciones se deben realizar como está programado. Sin embargo, parte del sector médico y un partido político han propuesto aplazar las elecciones, debido al serio crecimiento de contagiados y fallecidos de esta letal segunda ola de la . No han tenido eco. No falta razón, pues aún falta tiempo y, por ahora, un debate podría crear no solo incertidumbre, sino un mensaje desalentador para el elector.

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Pero el problema es que discutir un tema de esta naturaleza es sumamente complicado. Si en democracia había algo escrito sobre piedra, era la fecha de las elecciones. Todo se podía cambiar, menos esa fecha que era un hito político que permitía el fin y el inicio de un mandato representativo. En el Perú, en más de medio siglo, solo ocurrió en gobiernos autoritarios. En 1978, debido a un paro nacional, los militares postergaron varias semanas las elecciones a una Asamblea Constituyente y, en 1992, Alberto Fujimori hizo lo propio con las elecciones municipales por el intento de golpe del general Jaime Salinas Sedó.

En esta misma columna (El Comercio, 4 y 9 de abril del 2020) planteábamos modificar el cronograma electoral, pero bajo una consideración fundamental, que el 28 de julio se realice, indefectiblemente, el cambio de mando. Pero, en aquel entonces, estábamos a un año de las elecciones y estas no se habían convocado. Recién el Congreso intentó discutir el tema la primera semana de julio, convocadas ya las elecciones. Ya era tarde.

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El tiempo en elecciones es vital. Partidos y candidatos articulan y desarrollan estrategias de diverso tipo para ganar el poder. El tema es sensible y vital para las aspiraciones de los candidatos, pues aplazar una fecha beneficia y perjudica a los competidores. Esto es lo que explica los temores en tomar una decisión de esta naturaleza.

En el caso del Gobierno —que no puede modificar la fecha, solo lo puede hacer el Congreso—, puede estar atrapado entre el dilema de callar, a pesar de la información que pueda recibir sobre el crecimiento letal de la pandemia, o proponer la postergación de las elecciones, con la crítica que le sobrevendrá de querer “permanecer en el poder”.

Pero esta medida, que igual ronda en diversas organizaciones políticas, no deja de crear incentivos y desincentivos. Por ejemplo, pueden verse perjudicados quienes son claros aspirantes a pasar a la segunda vuelta. Para ellos, mientras más pronto se realicen las elecciones, tanto mejor.

En cambio, a los que creen o consideran que, a más tiempo, mejor para crecer y que los mejor posicionados caigan, una postergación les favorecería. En consecuencia, para la mayoría de los políticos, que en estos días invocan unos por la protección de la salud y otros por la democracia y sus principios, se trata de retóricas fingidas que encubren intereses.

En los países en que se aplazaron las elecciones, como Bolivia y Chile, la medida fue la consecuencia –es la única manera– de un amplio acuerdo político. Estas se realizaron en los meses en que la pandemia había descendido. Esperemos que para el 11 de abril estemos en la misma situación y tengamos elecciones garantizadas, con una buena participación ciudadana.

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