La raíz del mal, por Juan Paredes Castro
La raíz del mal, por Juan Paredes Castro
Redacción EC

Desde su primer día como gobernante, el presidente Ollanta Humala ha hecho de su vocación autoritaria y su intolerancia a la prensa independiente y a la oposición un modo sistemático de conducta y actuación.

Elegido para ser el presidente de todos los peruanos y con un compromiso electoral (la célebre hoja de ruta) de respeto a la democracia y al modelo económico, comenzó jurando su cargo por una carta constitucional que no existe, para luego embarcarse en un ilegal proyecto de postulación presidencial de su esposa, Nadine Heredia, destinado a repetir las experiencias continuistas de Venezuela y Argentina.

Y a poco más de un año para terminar su mandato, el llamado a ser el presidente de todos los peruanos solo tiene buenas palabras, buenos discursos y buenos gestos para quienes creen en el Partido Nacionalista, y todo lo contrario para quienes, ciudadanos de la misma tierra, piensan distinto.

Contra los buenos deseos de su primera ministra, Ana Jara, que hace esfuerzos por dialogar y unir a las fuerzas políticas alrededor de algunos puntos básicos de gobernabilidad, Humala divide cada día a los peruanos en buenos y malos, entre quienes están de su lado y del lado de la primera dama y quienes están en contra suya y de la obra social de la esposa (como si la exigencia fiscal por una rendición de cuentas bancarias no debidamente sustentadas tuviera que ver con la mala gestión de Qali Warma).

De ahí que no nos sorprende que esa vocación autoritaria y de concepción excluyente del poder haya alimentado en la Dirección Nacional de Inteligencia la paranoia servil de ver aquí y allá a adversarios políticos y amenazas al presidente y al régimen, como moscas en la sopa.

Como la cabra que tira al monte, porque no le gusta alimentarse de los verdes pastos del valle sino de los espinosos arbustos de los peñascos, el medio natural de los sistemas autoritarios es el espionaje a sus adversarios, el listado de sus debilidades y el seguimiento de sus pasos, hasta llegar, en escalas más extremas, al uso del amedrentamiento, la tortura, la cárcel y el asesinato.

Quién iba a creer que el “soldado de la patria” que supuestamente se alzara en armas contra el régimen de Fujimori y Montesinos, enmudeciera totalmente al momento de revelarse el espionaje de la Dirección Nacional de Inteligencia a políticos, empresarios, periodistas y funcionarios y solo saliera a dar la cara y a rechazarlo Ana Jara, con una promesa de renuncia al primer indicio de comprobación de los hechos.

¿No es que ante semejante réplica del modus operandi tenebroso de los tiempos de Fujimori y Montesinos, Ana Jara ya debería estar renunciando? ¿O es que espera que nuevos destapes sobre el manejo oscuro del poder de este régimen acaben arrastrándola bajo escombros junto con la solitaria reserva democrática que ella todavía representa?

Si estamos buscando la raíz del mal, ahí la tenemos: en la efervescencia autoritaria del humalismo.

Y tampoco libremos a la Presidencia de la República de su responsabilidad jerárquica respecto de la DINI ni disfracemos la podredumbre de esta organización con una comisión reorganizadora que también debiera renunciar sin demora.