Jaime de Althaus

La historia del Perú en los últimos años ha sido la de una tragedia griega en la que los personajes protagónicos, debido a hechos y decisiones fatales, se vieron llevados a un conflicto que acabó en la destrucción mutua. En el proceso, siempre venció la fuerza negativa, la incapacidad de construir, de separar la paja del trigo.

Todo comenzó con la derrota de , luego de haber alcanzado mayoría absoluta en el Congreso y de llevar 8 puntos de ventaja en las encuestas dos semanas antes de la segunda vuelta, ventaja que empezó a perder desde que un programa dominical propaló una bomba que no era un informe periodístico sino un operativo político. No pudo digerir el resultado, y la fatalidad de tener 73 congresistas sin el Ejecutivo la llevó a ejercer un poder negativo. En parte por eso, en parte por sus propios actos, el ganador casi fortuito de las elecciones, PPK, perdió también la presidencia y luego la libertad.

Mientras tanto, el equipo de fiscales que recibía las revelaciones acerca del gran corruptor brasileño puso diligentemente la puntería no tanto en los sobornos, que eran delito, sino en las donaciones de campaña, que no lo eran, ofreciendo al pueblo el espectáculo del encarcelamiento plebiscitario de Humala, Nadine y sobre todo de Keiko Fujimori, que ni siquiera había sido gobierno.

Ni el Congreso mismo sobrevivió. Martín Vizcarra, sucesor de PPK, aprovechó las revelaciones diarias sobre Los Cuellos Blancos y sobre los actos de ocultamiento de las donaciones, para plantear reformas institucionales, pero también para desplegar un calculado populismo político contra el Congreso, al que finalmente disolvió inconstitucionalmente cuando este estaba dispuesto a llegar a un acuerdo de gobernabilidad. No sabemos qué destino le deparará al presidente esta tragedia griega luego de que se conozca la sentencia competencial del Tribunal Constitucional.

En todo esto nunca pudimos evitar la atracción por la opción más letal. Keiko pudo concertar, y no lo hizo. Vizcarra pudo acordar con el Congreso, y no quiso. En las acusaciones de soborno, fuimos incapaces de castigar a los corruptos y al mismo tiempo salvar a las empresas o a los proyectos, que siguen paralizados destruyendo empleos y crecimiento.

No solo en esto echamos al bebe junto con el agua de la bañera. En lugar de castigar a los malos congresistas y alcaldes no reeligiéndolos, aprobamos la no reelección en general, causando enorme daño a la institucionalidad. La criminalización indebida de las donaciones de campaña destruyó casi el único esfuerzo de construcción partidaria de los últimos lustros, en un país que no tiene partidos. Y alejó al empresariado de su compromiso con el país: en lugar de permitir donaciones transparentes, las prohibimos.

Lo que se impone ahora es un arduo trabajo de reconstrucción. Menos mal que de todo esto quedaron unas bases que son la reforma del sistema judicial –que requiere un gran esfuerzo de consolidación– y la reforma política. El nuevo Congreso deberá mejorar las reformas ya promulgadas sobre los partidos, y aprobar las pendientes, relativas a la gobernabilidad, para prevenir las trampas fatales que llevan a la tragedia griega de la autodestrucción nacional.