(Foto: Rolly Reyna/ El Comercio)
(Foto: Rolly Reyna/ El Comercio)
Juan Paredes Castro

La vida y el ejercicio político generan grandes fortalezas como también grandes debilidades, una de las cuales es, por ejemplo, el pánico de administrar desacuerdos.

Es realmente contradictorio que siendo la política, en el fondo, el arte de administrar desacuerdos y conflictos, este no sea un motivo de disfrute y entusiasmo, sino de pánico.

Algo de este pánico vivimos en estos días en la confrontación cada vez más intensa entre el gobierno y el Congreso y en cierta forma también al interior de este poder del Estado distribuido en bancadas entre sí irreconciliables respecto de sus pasiones e intereses.

Nada le causa más placer a un político peruano que mantener invariable su desacuerdo con otro. Y esto pasa con los partidos y con las alianzas: casi todos empeñados en pilar sus desacuerdos internos y externos, unos sobre otros, sin haberlos discutido ni intentado aproximarlos.

Las propuestas de reforma política y judicial del presidente puestas en manos del Congreso encierran, sin duda, el desafío de tener que pasar por cambios constitucionales a aprobarse, unos en una legislatura más referéndum, y otros en dos legislaturas continuas, sin referéndum, según las necesidades que deban contemplarse. Pero también encierran el imperativo de tener que administrar desacuerdos, unos más profundos y más complicados que otros. Y es frente a estos desacuerdos, naturales y propios de la política, naturales y propios de toda reforma, que fujimoristas y oficialistas se mueren de pánico, inmovilizando sus mejores condiciones de diálogo y negociación.

Si congresistas como Sheput, Bruce, Violeta y Araoz no son capaces de ventilar y aproximar sus desacuerdos mutuos, mal van a constituir la reserva confiable del gobierno para ventilar y aproximar, a nombre de este y del presidente Vizcarra, los desacuerdos que haya que limar con la mayoría fujimorista del Congreso y con el Congreso en general.

Tranquiliza en algo que frente a las hoy dañadas estructuras judiciales y fiscales del país, tengamos felizmente en curso perfeccionables propuestas de reforma constitucional. Sobreviene, sin embargo, la desazón de la parálisis política, entre un gobierno que solo presiona y un Congreso que estoicamente se toma su tiempo.

No está mal, por supuesto, que el gobierno presione al Congreso en defensa de sus iniciativas. Pero esa presión tiene que estar acompañada de diálogo y negociación. La presión por la presión sirve para confrontar, pero no para avanzar en lo que se quiere. Peor es el repliegue de pedir y esperar, lejos de hacer y lograr. Tampoco es malo que el Congreso se tome su tiempo, si es para pensar y calibrar debidamente las iniciativas de gobierno. Lo que no puede hacer es confinarlas a la mecedora legislativa cotidiana.

Nunca en muchos años el país ha estado tan cerca de reformas políticas y judiciales fundamentales como para dejar pasar una oportunidad histórica como esta. Es hora de que los liderazgos políticos más importantes nos demuestren que sí es posible administrar entre ellos sus desacuerdos más duros, y consiguientemente encontrar los denominadores comunes que reclama nuestra deteriorada institucionalidad.