Eloy Espinoza-Saldaña, José Luis Sardón, Manuel Miranda, Ernesto Blume, Carlos Ramos, Marianella Ledesma y Augusto Ferrero Costa; el pleno del TC.
Eloy Espinoza-Saldaña, José Luis Sardón, Manuel Miranda, Ernesto Blume, Carlos Ramos, Marianella Ledesma y Augusto Ferrero Costa; el pleno del TC.
Fernando Vivas

A pesar de que 6 de 7 tribunos ya cumplieron su periodo de 5 años llenos de fricciones y tensiones internas, aún les falta atender juntos casos que sacan ronchas.

La exigencia de dos tercios del Congreso (87 votos) para elegir a cada miembro del , obligaba a los congresistas a consensos casi imposibles. ‘Tú votas por mi candidato, y yo voto por el tuyo, sino no juntamos 87 votos ni de a vainas’, era la derivación lógica de esa valla que el 30 de setiembre, el lunes más demencial del milenio, apenas la tocó con rasantes 87 votos el candidato Gonzalo Ortiz de Zevallos. En realidad, no llegó a brincarla, pues la mayoría de los tribunos, en su pleno del jueves, decidieron no darle la bienvenida.

Volvamos a la génesis del TC. Aunque los acuerdos entre bancadas son indispensables y legítimos para saltar la alta valla, son motivo de escándalo cuando se desnudan ante el público que no simpatiza con el Congreso (85% según último sondeo Ipsos). En el 2013, se filtró un audio en el que Luis Galarreta, entonces miembro de la bancada del ‘sancochado de PPK’, Alianza Para el Gran Cambio, describía a ‘Vitocho’ García Belaunde y a otros congresistas, un posible arreglo con el humalismo, el toledismo y el fujimorismo, para cubrir las plazas del TC, el BCR y la Defensoría del Pueblo. Todos estos cargos los decide el Congreso.

La descripción descarnada y el sesgo político de los candidatos (entre otros, el humalista Víctor Mayorga y el fujimorista Rolando Sousa para el TC y la toledista Pilar Freitas para la defensoría) fueron motivo de indignación ciudadana que bautizó el episodio como ‘la repartija’, marchó contra él y provocó que el Congreso anulara la elección.

Invítame a la repartija

El problema no está solo en el reparto sino en la calidad e independencia de los candidatos. Que no destacaran profesionalmente o que, siendo destacables, tuvieran un claro sesgo partidario, los estigmatizaba a ojos de un público más anti político que nunca. Por ejemplo, entre el 2002 y el 2005 no había generado irritación masiva que el TC fuese presidido por un anciano Javier Alva Orlandini, líder acciopopulista. Tampoco generó mayores resquemores que lo sucediera en el cargo Víctor García Toma, militante aprista que luego fue ministro de Justicia. El mérito se respetaba; la idea del reparto partidario es lo que empezó a sacar roncha.

¿Cómo nació la repartija? El Tribunal de Garantías Constitucionales creado por la Constitución de 1979 e implementado en 1982, estaba compuesto de 9 miembros, de los que solo 3 eran designados por el Congreso (los otros 6 eran designados por el Ejecutivo y el Poder Judicial). La Constitución de 1993 cambió ese modelo por el Tribunal Constitucional con 7 miembros designados todos por el Congreso, para evitar que el poder central digitara a los jueces máximos. El sistema de selección era un concurso público, organizado por el propio parlamento, al cabo del cual se votaba a los mejores. Así se eligieron a los 3 independientes –Manuel Aguirre Roca, Guillermo Rey Terry y Delia Revoredo- que, en 1997, fueron denunciados y defenestrados por la mayoría fujimorista tras haber cuestionado la constitucionalidad de la llamada ‘Ley de interpretación auténtica’ que permitió la re reelección de Fujimori. Su reposición, ordenada por la Corte-IDH, tras 2 años de batalla legal, fue un hito de la oposición al fujimorismo.

En realidad, no era la meritocracia la que necesariamente se imponía, sino la correlación de difusas simpatías y cálculos políticos a favor de uno u otro candidato. Era muy difícil tomar una decisión sobre los que habían salido airosos de un fatigoso concurso en el que se presentaban candidatos buenos pero impredecibles para las bancadas. En esas condiciones pocos saltaban la valla.

De ahí que en el 2012, el Congreso decidió ahorrarse esas contingencias y habilitar la opción de la ‘invitación’. Así, pudieron controlar el proceso desde la raíz y asegurar más fácilmente los votos. Pero se fueron al otro extremo y generaron la crisis del 2013 que ya les conté. Si el pacto hubiera sido transparente y explícito, con candidatos impolutos, no hubiera habido sobresaltos; pero fue todo lo contrario y recordó otro episodio que marcó la historia del TC: en el 2007, Javier Ríos Castillo, un abogado que acababa de ser elegido tribuno, fue fotografiado en un almuerzo en el restaurante Fiesta en el que estaban, entre otros, los controvertidos Agustín Mantilla y Óscar López Meneses. El escándalo fue tal que un par de días después se anuló su elección al TC.

Muchos congresistas con memoria recordaban esos dos episodios y sabían que una próxima elección apurada que no diera tiempo suficiente para el escrutinio público de los candidatos; podía generar una reacción difícil de manejar. Incluso, la CIDH, al margen de nuestro enfrentamiento de poderes, se pronunció recomendando más transparencia y tiempo de debate antes de la elección. En “Cuarto poder” se difundió un audio en el que se oía a Javier Velásquez Quesquén, cuando recién se formó la comisión encargada de elegir candidatos en noviembre del 2018, esbozar una repartija.

Nada de eso detuvo la decisión de Pedro Olaechea y la mayoría congresal de llevar a cabo la elección de nuevos tribunos. He conversado, antes y después de la disolución, con congresistas de distintas bancadas, sobre el porqué se empecinaron en la lección; y encontré una férrea defensa de sus fueros. Sin decirlo explícitamente, les molestó muchísimo –golpeados desde varios flancos de la opinión pública- que el gobierno les cuestionara una prerrogativa en la que se sentían tan a sus anchas: designar a otro poder, escogiendo, baloteando, pactando, finalmente votando en el pleno.

Antes de elegir, los congresistas miembros del cómite de selección (esta vez fueron ‘Vitocho’ García Belaunde, Luis Galarreta, Marisol Espinoza, Javier Velasquez Quesquén, Miguel Torres, Clayton Galván, Alberto Oliva, además de los izquierdistas Alberto Quintanilla y Marco Arana, que sí se opusieron al apuro), se habían entretenido viendo currículos y recibiendo a los candidatos. Tengan en cuenta que el sistema de invitación no obliga necesariamente a convocar a los posibles cuadros.

En realidad, lo que se da con más frecuencia, según me cuentan ex congresistas y ex tribunos, es que los candidatos busquen a los congresistas. Más que un ‘yo te invito’ existe el ‘invítame pé’. Por ejemplo, García Belaunde ha contado que Ortiz de Zevallos lo buscó para contarle su afán de ser tribuno. También lo había buscado Carmela Orbegoso, la que fue luego ampayada en audios de intensa confraternidad con César Hinostroza. García Belaunde ignoró a Orbegoso, quien finalmente, fue propuesta por Julio Rosas, colega de bancada de Olaechea. Todo este revuelo de gente de leyes pidiendo audiencia y votos congresales, era un deleite político puro, la prerrogativa de una era y un Congreso que se resistían a morir.

He ahí que el gobierno, en el poco tiempo que tuvo para decidir con qué cuestión de confianza replicaba el archivo de su proyecto de adelanto de elección, vio que el TC era un buen tema para confrontar al Congreso en el deadline del 30 de setiembre. Bastaba con pergueñar un escueto proyecto de ley que, sin cuestionar el derecho congresal a elegir tribunos, los obligara a mayor debate y transparencia.

El razonamiento palaciego ante los congresistas fue ‘si quieres provocar al niño quítale un peluche con el que esté encariñado’. Y no se equivocaron. La gran mayoría, incluyendo hasta las bancadas que se habían opuesto al apuro, se sintieron tan retadas en sus fueros íntimos; que insistieron en su elección el lunes 30 y acabaron disueltos.

–Estos no me caen–

Si bien la prerrogativa de invitar, evaluar y elegir a los tribunos es un lujo congresal; no piensen que el afán que la sustenta es comprarles el alma. Se podrá crear una pequeña deuda simbólica, una lejana simpatía, un respeto mutuo entre el elegido y las bancadas; pero muy difícilmente una lealtad que comprometa sistemáticamente sentencias. Sería abusivo pensar que los tribunos van a actuar de acuerdo a los intereses de las bancadas volátiles a las que, además, sobreviven.

El TC tiene una autonomía y una dinámica tal, que sus integrantes son más vulnerables a los lobbistas de cada caso, que a la presión de algunos parlamentarios. El Congreso tiene, eso sí, la facultad de denunciar constitucionalmente a miembros del TC, como ocurrió en 1997 con los 3 que se opusieron a la rereelección de Fujimori. Algo parecido sucedió con Eloy Espinoza-Saldaña, cuando fue denunciado constitucionalmente en el 2017, por haber sustentado una interpretación del voto del difunto tribuno Juan Vergara, en un sentido contrario a la defensa de los militares implicados en la masacre de El Frontón.

Al revés, Espinoza-Saldaña y otros tribunos votaron en contra de la decisión del Congreso de cambiar su reglamento para frenar las renuncias y la creación de nuevas bancadas. También votaron, con la sola excepción de Marianella Ledesma, contra la polémica ‘Ley Mulder’ que prohibió por un tiempo la publicidad estatal en medios privados.

En general, la relación entre el Congreso y el actual colegiado del TC elegido en el quinquenio anterior, no ha sido la mejor. Es cierto que a magistrados como Ledesma y, en menor medida a Espinoza-Saldaña y Carlos Ramos Núñez, se les atribuye una filiación cercana a la izquierda o, en todo caso, ajena a la mayoría disuelta. Recordemos, además, que fueron nombrados por un Congreso donde el humalismo y la izquierda tuvieron un peso importante. Esta es una razón adicional por la que quisieron elegir el 30 de setiembre a nuevos tribunos que se presumía cambiarían la correlación a favor de las simpatías conservadoras de la nueva mayoría congresal.

En el reparto, José Luis Sardón, era el candidato del fujimorismo. La elección de Augusto Ferrero Costa en reemplazo del difunto Vergara en el 2017, el único votado por este Congreso, también respondió a la mayoría naranja. Pero estas correspondencias son abusivas, repito, no solo porque ignoran el prestigio profesional de cada tribuno, sino por la volatilidad de las bancadas y lealtades partidarias. Lo más que se puede establecer es que los congresistas tienden a votar, a grandes rasgos, por quien presumen cercano a su filiación conservadora o liberal. Por ejemplo, un conservador tenderá a votar por Sardón; un liberal, por Ledesma o Espinoza-Saldaña.

Lo sucedido el jueves respecto a la incorporación de Ortiz de Zevallos, confirma que en ciertos casos la esquematización se cumple. Solo estuvieron a favor de su inclusión, Sardón y Ferrero Costa. El resto se opuso a que Blume lo invite a juramentar. No es difícil aventurar que Ortiz de Zevallos, en casos polarizados, se sumaría a un posible bloque conservador.

En realidad, la gran variedad de temas que llegan al TC hace impredecibles los votos y discrepancias de cada tribuno. Pero en esas grandes controversias de los derechos humanos, tales como el matrimonio igualitario, el aborto o la educación sexual, si se judicializan y llegan hasta el TC, se puede predecir cómo votará un conservador o un liberal. Más difícil es intentar encuadrar los votos en temas económicos –disputas tributarias, exoneraciones, regímenes especiales- de acuerdo a una tipología de derecha o izquierda; pero, de hecho, la presunción sobre las simpatías políticas de un candidato al TC, puede ser un factor que les granjee los votos de una bancada u otra.

Por cierto, un caso de interpretación de la legislación tributaria determinó un fallo a favor del consorcio de las universidades UPC y UPN. Ledesma tuvo un voto discordante y al fundamentarlo por escrito, lanzó durísimas puyas contra los otros tribunos. Ernesto Blume, el presidente del TC, manifestó públicamente su furia y planteó un proceso disciplinario contra ella. Al cabo de unos días, se les pasó la calentura.

Ledesma no ha sido la única manzana de la discordia en el TC. Ramos Núñez lo fue de espumante manera, en mayo de este año en Trujillo, cuando su escolta lo perdió de vista, este no les consultaba el celular y dieron parte a la policía. El tribuno no estaba muerto ni secuestrado, estaba de parranda en una boite trujillana. El TC no le perdonó el escándalo y hasta lo presionaron para que renuncie. Finalmente lo amonestaron y este publicó una carta ofreciendo disculpas por algo que hizo en el estricto ejercicio de su vida privada.

Estamos ante un colegiado que ha vencido formalmente su fecha de expiración y acusa síntomas de fatiga. Las declaraciones de Ledesma en “Hildebrandt en sus 13” afirmando que padeció presiones internas por el caso de Keiko Fujimori, provocaron comprensibles reacciones de Sardón. Cada entrevista de Espinoza-Saldaña o de Blume, los más comunicativos del grupo, probablemente saque roncha a los demás. Ellos, además de Ledesma y Ramos, han declarado de tal forma, que hay quienes piensan que han adelantado opinión. Sin embargo, aún en el caso que ello se probara, los tribunos no son recusables por las partes. Dependerá de su conciencia, si deciden apartarse de un caso.

Como me decía un tribuno de dos promociones atrás, este es el TC más enfurruñado consigo mismo de todos. Y añadía algo importante: si bien es el que más conflictos y trapos sucios ha lavado y ventilado en público; no tiene las acusaciones de corrupción del anterior TC.

En efecto, el grupo que preside Blume pasa y ha pasado trances en los que lo emotivo y lo jurídico compiten peligrosamente; pero no ha protagonizado controversias en las que una sentencia, permita rastrear un móvil subalterno en sospechoso cambio de opinión o nos topemos con denuncias periodísticas de tráfico de influencias. Sus peleas internas, además, reducen la posibilidad de un consenso por componenda. Por ejemplo, la designación de Carlos Ramos Núñez como ponente del caso de la disolución del Congreso; fue motivo de votación y discordia interna. Blume, sentado el jueves en una conferencia de prensa a pesar de una operación que lo obligaba a tener la pierna en alto, encarna el trance por el que hacemos pasar al máximo tribunal. La Constitución ha sido puesta en una olla a presión.