Un día de verano en La Punta, durante la década del noventa. Foto: Archivo histórico El Comercio.
Un día de verano en La Punta, durante la década del noventa. Foto: Archivo histórico El Comercio.
Nora Sugobono

En un al cual regreso una y otra vez en mi memoria (como pasa cuando uno se recuerda libre y feliz) mi hermana y yo dedicamos toda una mañana a buscar palabritas en la orilla del mar. Metemos nuestras manos chiquitas en la arena con determinación y prisa, aunque confieso que con poco esfuerzo: no es difícil encontrar estos moluscos por centenares; tantos que sentíamos habernos encontrado con un tesoro. Era 1994 y el Pacífico nos trataba así de generoso. Satisfechas con nuestro desempeño, regresamos al campamento con dos baldes colmados.

Una playa de nombre Gallardo, ubicada en el kilómetro 124 de la Panamericana Sur, es toda nuestra y de nadie más. No hay un solo bañista o puesto de comida; mucho menos casas (hoy está totalmente urbanizada) ni de cerca ni de lejos. Solo nosotros -una familia de cuatro personas con una carpa y un carro- ocupamos ese espacio, que se siente propio por unos días. Sería un verano que no volvería a repetirse.

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Aquella mañana mi madre quiere preparar cebiche y nuestra tarea es ir a buscar el ingrediente principal. Después de abrir todas y cada una de las palabritas, sazonarlas con limón y ají y servirlas en un plato, el cebiche alcanza más o menos para una cucharada por cabeza. Por supuesto que eso no importa: si los veranos se pudiesen saborear, este sería mi favorito.

Pero no es el único.

Guargüeros, bolitas de nuez y alfajores de miel. Clásicos antojos dulces para terminar el día en la playa.
Guargüeros, bolitas de nuez y alfajores de miel. Clásicos antojos dulces para terminar el día en la playa.

Igual de importante que el primer chapuzón en el mar, o la caminata sin zapatos por la arena (cuando no quema, sino calienta) es lo que comemos durante la estadía. El orden en que lo hacemos también es fundamental. Podemos probar el mismo menú en cualquier momento del año y en cualquier escenario; pero hay una magia aquí, una sensación de que el círculo está completo cuando se disfrutan estos bocados en particular estando en la playa. Puede deberse al desgaste físico de quienes le dedican buen tiempo a nadar o a armar piscinas, muñecos y/o castillos en la arena (“la playa da hambre”, reza un dicho); o quizá porque el calor nos invita a mantener la garganta constantemente hidratada. Puede ser por todo eso, o por una verdad indiscutible: a los peruanos nos gusta estar bien alimentados. El sol solo es la excusa.

El verano del 2021 es un verano atípico -lo sabemos todos- a raíz de la Como medida de prevención no está permitido visitar la playa (salvo para realizar actividades deportivas) y mucho menos entregarnos a esas jornadas interminables donde la comida es parte clave de la experiencia. Lo que sí podemos hacer es recordar aquello que más nos gustaba probar.

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Clásicos barquillos que hasta cuando se mojaban -o se llenaban de arena- resultaban irresistibles. Choritos a la chalaca y canchita si había una cebichería cerca. Sánguches de pollo con papas al hilo cuyo llamado se escuchaba incluso cuando la música sonaba alto (de niña soñaba con probarlos; en ese entonces mi mamá llevaba panes con hot dog así que no había discusión). Helados Glacial de pura fruta que hasta hace relativamente poco solo se podían encontrar en la visita a la playa. Y cervezas, cuántas. Fue en algún verano al sol cuando probé mi primer sorbo a escondidas. Era costumbre –antes de que los coolers se hagan más asequibles– clavarlas a la orilla del mar para que se conserven bien heladas. Ir a traerlas era una labor que bordeaba lo honorable.

Vendedor de sánguches de pollo en la Playa Agua Dulce, Barranco, en el verano de 2002. Foto: Dante Piaggio.
Vendedor de sánguches de pollo en la Playa Agua Dulce, Barranco, en el verano de 2002. Foto: Dante Piaggio.

Todos tenemos un recuerdo que alimenta esta nostalgia. Dependía de la playa, de la época, y definitivamente del presupuesto (ninguna propina estaba mejor gastada que en algún chup de jugos naturales o en un soberbio, casi inalcanzable, helado zambito). Siempre, siempre había algo que satisfacía el antojo. “En mi caso, por ser del norte, era básico tener una leche de tigre con sus chifles, pero de esa que se termina tomando caliente”, cuenta el cocinero de , Francesco de Sanctis. “Después del mar, más chifles pero esta vez con cebiche. En cuanto a postres, en Piura hay un dulce de color naranja que se llama chumbeque que se comía mucho en la playa, además de su infaltable raspadilla de fresa y tamarindo, que son mis sabores favoritos”, continúa Francesco. Para tomar, agua de coco helada y deliciosa.

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“En Colán, que es la playa donde pasé la mayor parte de mi infancia, era clásico ver pasar a señoras con canastas donde había tres cosas en particular: empanadas de aire con azúcar, suspiros (merengues) y pastel de boda (como se le conoce allá)”, finaliza de Sanctis. Otro cocinero, el limeño Fransua Robles, al frente del restaurante marino , nos cuenta algunos de sus bocados preferidos, que no están tan lejos del recuerdo piurano de Francesco. “Antes de ir a la playa pasábamos siempre por panes con pejerrey y panes con bonito frito y salsa criolla”, cuenta Robles. “No me podía faltar mi vaso de leche de tigre con chicharrón de pota, esa que te hace moquear de lo picante que está. Luego, unas almejas o choros a la chalaca pero a la antigua, con su toque de aceite de oliva. Y de todas maneras terminábamos el día con unos marcianos o un buen vaso de raspadilla”.

Un heladero recorre las playas de Asia en marzo de 2010. Foto: Karen Zárate.
Un heladero recorre las playas de Asia en marzo de 2010. Foto: Karen Zárate.

La periodista gastronómica solía pasar sus veranos en , un balneario como ningún otro donde se podían -y pueden- encontrar toda suerte de antojos veraniegos. “Iba de chica y de grande. El día empezaba con los helados de frutas (que antes ni siquiera tenían un nombre) pero eran paletas de fruta que vendía una señora que se llamaba Fresia. Tenía de uva borgoña, uva verde, mango... eso era fijo. Luego subíamos de la playa y tocaba visitar al raspadillero. La alfajorera pasaba por las tardes con sus alfajores de miel (los que más me gustaban), bolitas de nuez y guargüeros gigantes”, recuerda Miglio. Para cerrar el día, no podía faltar un postre insuperable. “En una esquina del mercado había una especie de cebichería y bodega que vendía una delicia de limón maravillosa”, finaliza Miglio. “Sigue siendo la mejor que he comido en mi vida”.

Eso tienen los veranos: nos abren el apetito. Y todo sabe más rico.

Playa El Silencio en marzo de 2007. Foto: Fernando Fujimoto.
Playa El Silencio en marzo de 2007. Foto: Fernando Fujimoto.

¿La playa de verdad “da hambre”?

Consultamos este mito con , entrenador personal. Lo cierto es que algo de razón hay detrás de todo esto, especialmente para los niños. “Cuando somos pequeños y nos metemos al mar o a la piscina, nadamos, corremos y hacemos mucha actividad. No nos damos cuenta que estamos haciendo ejercicio porque se siente como un juego. Esto quiere decir que quemamos muchas calorías, entonces es normal que nos dé hambre. Cuando era niño, por ejemplo, me daban huevo duro en la playa y me encantaba”, sostiene Concha. En el caso de los adultos, más que hambre el calor da, sobre todo, sed. “Lo ideal es tomar agua, pero no hay nada como una rica chicha helada (siempre será mejor que una gaseosa). Claramente una cervecita no viene mal (pero solo una) junto a su rico cebiche”, finaliza.

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El cebiche, según la zona donde es elaborado, se presenta con pescado de mar, lago o río; y con acompañamientos como camote y choclo; o zarandaja y yuca. (Foto: Ernesto Arias / Video: EFE)
El cebiche, según la zona donde es elaborado, se presenta con pescado de mar, lago o río; y con acompañamientos como camote y choclo; o zarandaja y yuca. (Foto: Ernesto Arias / Video: EFE)

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