En los últimos tiempos, Uruguay ha crecido a una tasa promedio de 3,8% interanual, y este indicador es una clara señal para las compañías de todo el mundo: se trata de una economía estable, que crece y se consolida pese a los vaivenes internos y externos. En términos económicos, observan un ambiente adecuado y predecible para desarrollar inversiones exitosas. Y tienen razón.

Uruguay es un país diseñado para atraer inversiones de una gran variedad de negocios, con un ecosistema amigable por todos los flancos. No solo ofrece un marco jurídico atractivo y estable, sino también un cuadro normativo e institucional que se adapta a las necesidades de los inversores. De hecho, el éxito de los negocios asentados en este país ha hecho que sea un modelo de crecimiento en la región.

Con sus 3,4 millones de habitantes, Uruguay ha triplicado el ingreso per cápita entre 2005 y 2020, que pasó de US$ 5.000 a US$ 16.000. Además, se ubica en primer lugar a nivel de Latinoamérica en diversos indicadores de bienestar. Es el primero en Índice de Desarrollo Humano (IDH) y líder en democracia, movilidad social, Estado de derecho, libertades civiles y baja percepción de corrupción, según importantes instituciones globales.

Esto, a su vez, hace del país una plaza cada día mejor para las inversiones. Tiene una amplia clase media (62%) altamente capacitada para responder a los desafíos de las compañías líderes en sus sectores. Es decir, la mejor ecuación para sumar ganancias: atractivos beneficios fiscales e incentivos gubernamentales, sumados al talento calificado y competitivo.

UNA PLAZA IDEAL PARA INVERTIR

Pese al contexto regional y mundial adverso debido a la pandemia por COVID-19, las principales calificadoras de riesgo ratificaron el grado inversor de Uruguay en el 2020, el único de Mercosur con esta nota, lo cual destaca la resiliencia de su economía. En ese aspecto, la Inversión Extranjera Directa (IED) tiene un rol fundamental, pues representa el 49% del PBI, por encima del promedio latinoamericano (34%). Estas provienen principalmente de Argentina, Brasil y Chile, además de Estados Unidos, España y Suiza.

Como puerta de entrada a Latinoamérica, no solo ofrece una infraestructura logística de primer nivel, tecnología de punta en telecomunicaciones y la mejor oferta energética de la región basada en fuentes renovables, sino que también cuenta con importantes sectores para invertir.

En alimentos, por ejemplo, tiene el 93% de su territorio apto para el desarrollo agropecuario. En farmacéutica, destaca por su larga tradición en la industria, con empresarios exitosos y grupos de investigación con amplia experiencia y conocimiento. Las compañías de TIC que se asientan en Uruguay encuentran no solo un ecosistema innovador de startups e infraestructura moderna, sino también beneficios como 100% de exportaciones en TIC exoneradas de impuesto a la renta.

La capital, Montevideo, se ubica a menos de 3 mil kilómetros de ciudades importantes como Buenos Aires, Porto Alegre, São Paulo, Santiago o Río de Janeiro. A través de Uruguay, se puede acceder a un mercado de 400 millones de personas, que acumula el 68% del PIB de Latinoamérica y representa un flujo de comercio exterior de casi el 74% del total de la región.

Con miras a la recuperación de actividades, el país ha emprendido un exitoso programa de vacunación contra el COVID-19, con 70% de su población vacunada. Este es el resultado de un sistema de salud consistente y universal que evitó el colapso en la peor etapa de la pandemia.

Todo esto convierte a Uruguay en un hub de negocios de primera clase, confiable y transparente, con ventajas y mínimos riesgos para el inversor. En suma, un gran aliado para el liderazgo que buscan las compañías.


VIGENCIA DE UNA DEMOCRACIA

El 25 de agosto de 1825 fue una de las fechas patrias de Uruguay que marcaron el largo proceso independentista, iniciado en 1811 y culminado en 1830. Fue una instancia heroica, de las tantas que nos forjaron como país pequeño pero pujante.

Uruguay tiene una fructífera historia de civilización forjada en torno a los entendimientos, la vigencia de la ley, la fecunda y permanente presencia de grandes colectividades políticas como base de los compromisos democráticos y la plena extensión de las libertades y los derechos.

Cuando Artigas venció a los españoles en la Batalla de Las Piedras, el 18 de mayo de 1811, proclamó “clemencia para los vencidos”. Se ha discutido la veracidad de la frase, quizás reconstruida posteriormente, pero ese fue el espíritu sin ninguna duda.

Los comienzos institucionales fueron convulsos y vacilantes, como ocurrió en muchos otros países hispanoamericanos. Tras la iniciación constitucional de 1830, hubo enfrentamientos internos y agresiones externas que desembocaron en la denominada Guerra Grande, que culminó en 1851 bajo la proclama de “sin vencidos ni vencedores”.

La última guerra civil terminó en 1904, con una amnistía dictada por el presidente José Batlle y Ordóñez a quienes le habían enfrentado. Se inició entonces un período de notable progreso social y económico, un cambio en la paz y la legalidad que puso a Uruguay a la cabeza de las naciones del continente, promoviendo en el primer tercio del siglo XX reformas muy avanzadas, como la plena protección legal de los trabajadores, las mujeres y los menores; la eliminación de la pena de muerte; el divorcio por la sola voluntad de la mujer; la separación de la Iglesia y el Estado. Asimismo, la efectiva gratuidad de la enseñanza laica y mixta, proclamada desde 1875, cobró vigencia en ese tiempo, consolidándose una sociedad integrada y con muy alta distribución de la riqueza. Uruguay brilló entonces a nivel internacional, promoviendo el arbitraje y la Liga de las Naciones, precursora de la Organización de las Naciones Unidas.

Pese a su fuerte conciencia democrática, Uruguay no pudo quedar ajeno a las convulsiones de los años 60 y 70 del siglo XX, con acciones de grupos guerrilleros y una dictadura militar, pero salió de esos enfrentamientos afianzando la paz y la convivencia democrática.

En los 36 años que han corrido desde la restauración democrática de 1985, han gobernado el Partido Colorado, el Partido Nacional y el Frente Amplio. Los partidos opuestos se sucedieron sin rencores, cumpliendo con las formalidades y las sustancias republicanas.

Así como el Frente Amplio hizo una coalición de partidos de izquierda para acceder al poder, los partidos fundacionales hicieron lo propio para recuperarlo. Fueron acérrimos enemigos en el pasado, pero supieron poner por delante sus principales coincidencias para coaligarse en el presente. Son las dos colectividades partidarias más antiguas que reconoce hoy la historia política en el mundo, lanzadas en 1836 y vigentes hasta hoy. Una columna vertebral de la historia uruguaya.

La gobernabilidad es una sana obsesión de los partidos uruguayos. Para gobernar hay que construir consensos sostenidos por mayorías parlamentarias. La coalición republicana que hoy gobierna bajo la conducción del Presidente Luis Lacalle Pou se integra por varios partidos, pero que pactaron un programa común previamente al voto de la gente. Se presentaron unidos, mostrando esa propuesta programática y comprometiéndose a llevarla adelante.

Lo que hizo Uruguay en materia política en estas últimas décadas —y lo expreso sin falso patrioterismo, aunque con orgullo— es un buen ejemplo para el escenario convulso de América Latina.

Hay siempre un camino ancho para los pueblos que deseen avanzar en democracia: discutir sin agraviar, convencer sin someter, defender la libertad siempre y servir los intereses públicos con honestidad.

Uruguay es prueba de ello.

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