CÉSAR SARRIA
Sentado en una banca del parque Kennedy, en Miraflores, hoy, a los 68 años, Mario Poggi luce agotado. Aunque no lo admite, está cansado, harto de interpretar el mismo papel hace 25 años, una mezcla entre un loco de múltiples personalidades y un héroe que cree haberse inmolado para salvar a la ciudad de un monstruo asesino que disfrutaba serruchando los cuerpos de sus víctimas.
Hoy, Poggi se esfuerza por lucir excéntrico y pide prestados lentes y sombrero para posar para la foto. Grita y gimotea sin ganas, intentando recuperar algo de la efímera fama que, desde hace tiempo, lo abandonó. Ya no es el mismo tipo que era invitado a cuanto programa televisivo de poca monta había para satisfacer el morbo de sus televidentes. Está serio, triste, ya no cuenta chistes ni hace payasadas. Más bien, llora sus miserias. Sin embargo, la gente no puede reprimir la curiosidad y lo mira con la familiaridad de quien reconoce en la calle al actor famoso de su novela favorita.
Sin plata y sin amigos, se considera un mendigo que vende sus libros y realiza pruebas psicológicas a cambio de unas monedas que le sirven para pagar el menú de S/.1,50 que come todos los días y sus pasajes desde Chorrillos hasta Miraflores. Hace 9 meses que no paga el colegio de la menor de sus hijas, la hermana de la conocida Neurona H2O.
‘DÍAZ’ SANGRIENTOS Los primeros restos humanos irreconocibles fueron encontrados en diciembre de 1985 en una acequia de San Borja. Precisamente un día después de que Ángel Díaz Balbín había salido del penal de Lurigancho, tras cumplir solo 10 años de los 20 que le había impuesto el juez por el asesinato de su tía, Genoveva Díaz y dos de sus hijos. Se iniciaba una seguidilla de descubrimientos macabros que duró dos meses.
Una testigo dijo que había visto a Díaz Balbín cerca del lugar donde se encontraron unos restos humanos. La policía lo capturó, lo interrogó, pero no logró su confesión. Los agentes de homicidios de la otrora Policía de Investigaciones (PIP) estaban convencidos de que tenían al descuartizador. Los indicios eran irrefutables. Antecedentes homicidas, experto en el uso del serrucho (había trabajado de joven en el aserradero de su padrastro) y el testimonio lo condenaban.
A uno de los agentes de criminalística se le ocurrió llamar a un psicólogo especialista en criminología quien, hacía poco, había dictado un curso de hipnosis aplicada a la confesión. Era Mario Poggi, quien había estudiado, entre muchas otras cosas, criminología en la prestigiosa Universidad de Lovaina, en Bélgica.
Poggi empezó a trabajar con Díaz Balbín y lo definió como un psicópata solitario, carente de afectos y amistades.
TRAMPOLÍN A LA FAMA El domingo 9 de febrero de 1986 pintaba como un día sin noticias relevantes. Una jornada tranquila para los periodistas policiales que esperaban al día siguiente para conocer novedades sobre el caso del supuesto descuartizador Ángel Díaz Balbín. Cinco días antes, la PIP lo había detenido bajo la acusación de asesinar y descuartizar a serruchazo limpio, al menos, a siete mujeres y regar la ciudad con sus restos.
Todo eso cambió cuando Mario Poggi salió exaltado de la sala donde entrevistaba desde hacía tres días a Díaz Balbín gritando que lo había matado, que había ahorcado con su correa al infeliz criminal y que había liberado al país. “Me aterraba la posibilidad de que saliera libre. La principal testigo se había asustado y decidió no acusarlo formalmente. Había el riesgo de que siguiera matando”, recuerda.
Poggi fue hallado culpable de homicidio simple y condenado a 7 años de prisión. Sin embargo, solo estuvo cinco y dejó la prisión en 1991. “Siempre quise estar preso para poder aplicar la metodología participante de Spencer. Así podía estudiar de cerca el comportamiento y la mente criminal de los delincuentes y lo logré. Yo no sé de qué se queja Carlos Cacho, para mí San Jorge fue un paraíso, comía rico y dormía bien”, dice mientras aspira su pipa apagada.
Al salir, las cámaras lo esperaban en la puerta del penal. Era una celebridad, firmaba autógrafos, salía en la televisión casi todos los días y no se cansaba de contar el homicidio con lujo de detalles. “Saqué fuerzas de donde no las tenía y apreté la correa lo más fuerte que pude hasta que dejó de moverse. Ese día me convertí en un héroe”, explicaba, orgulloso, bajo los reflectores.
Un cuarto de siglo después, dice, está arrepentido. Las cosas no salieron como esperaba. Retrocede el tiempo mentalmente y se pregunta: “¿Por qué la Policía no me dio una mano?, ¿por qué no dijeron que se había ahorcado solo? Eso me hubiera salvado”.
La gente se aburrió de él, de sus locuras y lo relegó a un rincón lejano de su memoria. Eso es, tal vez, lo que más le dolió. Ser casi un desconocido, 25 años después, es algo que puede hacerle perder la razón. Esta vez de verdad y para siempre.