"Dejar la pena atrás", por Carlos Galdós. (Ilustración: José Carlos Chihuán Trevejo)
"Dejar la pena atrás", por Carlos Galdós. (Ilustración: José Carlos Chihuán Trevejo)
Carlos Galdós

Todos los domingos voy por mi cuota de colesterol a una chicharronería, llueve o truene, verano o invierno. Es una rutina que practico hace cinco años. Siempre me atiende el mismo mozo con el mismo desgano, con la misma cara larga cuando le devuelvo el pan porque una vez más le pusieron cebolla. Y para cerrar tengo que rogar que me traiga una silla para bebé y nuevamente tragarme la cara larga del mismo mozo que me atiende siempre en la misma mesa, a la misma hora, el mismo día. ¿Por qué insisto en ir a ese lugar? Porque encuentro la mejor sangrecita de Lima y lomito al jugo. 

El domingo pasado no estaba el mozo que siempre me atendía y con quien había entablado una relación atención-amor-odio. Al acercarse un ‘extraño’ a la mesa, consulté por mi adorado tormento y me dijeron que estaba de vacaciones. Le dije a Carla que si la próxima semana no lo volvíamos a encontrar, pues cambiaríamos de rutina (Celso me hacía acordar a un tío muy querido; en realidad, iba a encontrarme con el recuerdo de mi tío). Luego de leer la carta (puro protocolo, porque siempre pido lo mismo), el mozo nuevo me dijo: “El señor y su esposa seguro van a pedir lo de siempre, un pan con chicharrón sin cebolla, doble porción de camote, un lomito al jugo sin ají con el jugo aparte y la cebolla en un platito, y una porción de sangrecita dividida en tres platos. Para la señorita (mi hija mayor), un jugo de naranja con dos hielos y un club sándwich. Para esta hermosura (mi hijo de año y medio), una silla de bebé y, para la bebita (recién nacida), usted me avisa, señora, si necesita que le caliente la mamadera”. Parecía una cámara indiscreta. Cual habrá sido mi cara de sorpresa que, acto seguido, el mozo se presentó: “Mi nombre es Abel, señor, soy venezolano y trabajo aquí hace tres semanas. Siempre lo veo venir los domingos y hacer el mismo pedido; disculpe usted la atribución”. 

Esta semana salió en el Facebook un video de un peruano vendiendo caramelos en un micro y un venezolano vendiendo caramelos en el mismo micro. Nuestro compatriota no levantó ni un sol, mientras que el vendedor llanero vendió toda la bolsa. ¿Por qué uno sí y el otro no, si ambos vendían los mismos caramelos? Mientras el peruano solo atinó a estirar la mano, el venezolano decidió hacer un concurso de chistes y ofreció tres caramelos para el primer y segundo lugar. La gente se animó, hizo reír a los pasajeros y encima cerró con un discurso motivacional sobre el valor de la familia. Nunca apeló a la pena. 

Activó emociones, conectó con la gente, miraba a los ojos, continuaba con la frente en alto, no tenía ningún prejuicio con su nuevo trabajo. Los venezolanos se integran rápidamente, en la mayoría de los casos (casi todos) son muy educados, saludan, entienden el valor del servicio, se muestran siempre prestos y no tienen actitud servil, entre algunos otros atributos que muchos peruanos no tienen (obviamente, hay excepciones). 

Dejar la pena atrás, la familia que te extraña, el no saber cuándo volverás a verla, el recuerdo de quien fuiste alguna vez y qué posición tenías, los chicos comiendo basura y –es literal– la gente muriendo en hospitales, la pobreza... Todo queda atrás. Seguro que nuestros trabajadores tienen los mismos dolores, penas y sufrimientos, pero ya llegó la competencia y todos, inclusive quienes viven de la generosidad de la gente, tienen también que aprender a ser resilientes. 

Esta columna fue publicada el 20 de enero del 2018 en la edición impresa de la revista Somos.

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