"Descubrimiento de Sepúlveda", por Renato Cisneros (Ilustración: Nadia Santos)
"Descubrimiento de Sepúlveda", por Renato Cisneros (Ilustración: Nadia Santos)
Renato Cisneros

Camino sin apuro por el malecón de Póvoa de Varzim, un largo corredor puntuado de bares y restaurantes clavados en la playa donde los turistas se detienen a descansar, beber una copa y celebrar el frío espectáculo del Atlántico. Arriba, el sol de febrero ilumina con generosidad, pero calienta con displicencia. A mi derecha, las olas revientan atrayendo a pescadores amateurs, surfistas temerarios y gaviotas porfiadas. 

Todos los inviernos, desde hace 19 años, el encuentro literario Correntes d’Escritas agita la vida de este apacible pueblo del norte de Portugal, cuya agenda cultural –al menos durante cuatro días– transcurre en torno del antiguo cine-teatro Garret, epicentro de conversatorios, presentaciones y homenajes. Luego de cada acto, llevados por una cordialidad más bien infrecuente en esta clase de acontecimientos, los escritores invitados alternan en cada mesa sólida y su correspondiente sobremesa líquida. 

Así es como al amparo de unos vinos que luego son cervezas y más tarde gin tonics descubro a Luis Sepúlveda, tal vez el escritor chileno más nómade, dueño de una vida muy parecida a una novela épica sin ficción. Antiguo militante de izquierda y exiliado político, Luis padeció persecución y cárcel durante la dictadura de Pinochet, luchó en Nicaragua integrando la brigada sandinista Simón Bolívar contra el régimen de Somoza, recaló como corresponsal en Angola, Mozambique y Cabo Verde, y trabajó en todo lo que pudo en Alemania —incluso lavando cadáveres en una morgue— antes de establecerse en el que hoy es su refugio, la apacible Guijón, en la región española de Asturias. Por si fuera poco, es autor de unos cuarenta libros, algunos de los cuales han sido traducidos a más de 30 idiomas, encontrando no miles sino millones de lectores (El viejo que leía novelas de amor llegó a vender 18 millones de ejemplares). 

Escuchar a Sepúlveda es confirmar lo hermosa que puede ser la oralidad cuando las historias que bullen en la memoria discurren con fluidez y al cabo de unos segundos surgen, hilvanadas por una voz grave, en una cadena de palabras elegidas tan escrupulosamente que juntas componen una música que el oído agradece. 

Sus relatos están llenos de anécdotas personales junto a hombres como Álvaro Mutis, García Márquez, Antonio Tabucchi o nuestro Toño Cisneros, quien siempre le recordaba esa frase aclaratoria que una noche ambos le escucharon proferir al español Luis Goytizolo, quien harto de los hostigamientos sexuales de un alcoholizado Reinaldo Arenas, le dijo: “¡Usted se equivoca, el maricón es mi hermano!”. 

Pero las más de las veces los personajes de sus historias son anónimos fascinantes: un joven gaucho de la Patagonia envejecido por ese espantoso viento del Sur que no deja crecer árboles a su alrededor, quien nunca había visto su rostro en una fotografía; o un futbolista paraguayo de tercera división que, dolido por la ruptura con una ex novia y tras anotar un gol trascendental, convierte un vengativo reclamo sentimental (“¡esto es por vos, Zoraya!”) en uno de los cánticos más populares de la confundida hinchada de un club de Extremadura; o ese estudiante sudamericano que va a parar por error a una universidad de Uzbekistán y para escapar de aquel páramo donde nadie se comunica con él, aconsejado por su único interlocutor, un párroco ruso bebedor, toma un tren, se coloca un cartel de ‘sordomudo’ y no da explicaciones a nadie hasta llegar a su destino; o los nerviosos agentes de la policía chilena que persiguen por las calles de Santiago a uno de los dos pichones de cóndor que Salvador Allende acaba de regalarle a Fidel Castro, que ha escapado de la jaula en que viajaba sobre el techo de un patrullero y va saltando por los techos de las casas mientras aprende a volar. 

‘Volar’. Esa es una palabra atinada para cerrar esto que no es una columna tanto como una declaración de agradecimiento a Luis Sepúlveda, un narrador que noquea, un nuevo amigo que en estos días me ha confirmado la importancia de vivir a fondo, sin perder la ilusión, mucho menos la sonrisa. 

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