La clave está en la observación. Con acceso limitado a consultas médicas y el propósito de evitar ir a las salas de emergencia a menos que sea extremadamente necesario, los padres tienen que estar pendientes de todos los síntomas asociados ante una eventual fiebre de su hijos.
La clave está en la observación. Con acceso limitado a consultas médicas y el propósito de evitar ir a las salas de emergencia a menos que sea extremadamente necesario, los padres tienen que estar pendientes de todos los síntomas asociados ante una eventual fiebre de su hijos.

El Viernes Santo que pasó fue quizá uno de los días que más miedo tuve en mi vida. En la cuarta semana del confinamiento obligatorio, en plena pandemia por el Covid-19, entre números de contagiados y muertos que rotaban sin parar por la radio, televisión e Internet, en un mundo horrible que parecía imposible, mi hija de casi cuatro años comenzó a volar en fiebre. Así. De la nada. Si en circunstancias normales los termómetros que van más allá de 37,5 grados ya generan un grado de estrés en los padres, en estas, el temple puede irse por el caño. Peor si el paracetamol no hace nada durante toda la mañana y la tarde. Si el pediatra no contesta. Si no queda otra que volar pasadas las 9 de la noche a Emergencias en pleno toque de queda. Con el pañuelo blanco ondeando. La luz del auto prendida. La niña en brazos. Una pesadilla.

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