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Bosque Talavera
Texto y fotos: Flor Ruiz

Cuando conocí a Julio, hace 12 años, me dijo: “Andahuaylas es una serpiente y Talavera es su cabeza”. Y es que, en esa oportunidad, yo había tomado un bus que cubrió el tramo –entonces sin pavimentar– entre Huamanga y Andahuaylas en polvorientas 12 horas (ahora toma 5), y le comenté lo hermosa que se veía la capital chanka desde las alturas. Julio, cansado de que los afuerinos confundiéramos la ciudad de Andahuaylas con Talavera por una simple comunión de viviendas, cuando cada una tiene identidad propia, me respondió con esa frase que grafica la alargada esbeltez urbana que se aprieta entre los montes que definen el valle del Chumbao. En efecto, después me di cuenta: había rasgos distintivos de los talaverinos, además de las aguas de Hualalachi, multitudinarias yunzas y el chayraqmi (carnaval).

Ahora Julio me decía que vaya porque había encontrado “su lugar en la Tierra”. Y fui. Nos reunimos donde siempre, bajo la torre del reloj, en la plaza de armas de Talavera, y arrancamos. Media hora después descendimos a un paraje aparentemente desolado. Sin embargo, debajo de nosotros se extendía un vergel insospechado. Bastaron unos cuantos pasos para comprobarlo. La aridez del terreno se transformó en una vegetación casi lujuriosa. Todo era superlativo: matorrales de cola de caballo de más de un metro de alto, pencas descomunales, taras tremebundas. El secreto de esta bíblica fecundidad parece residir en la presencia de un manantial cargado de minerales. Precisamente sus aguas forman cascadas y una serie de pozas escalonadas en medio de la floresta. Pero lo más alucinante es que, a su paso, estas convierten en piedra hojas y plantas que están en su camino. Las fosilizan.

Al final de la exuberante trocha se levanta una gruta real maravillosa conocida como Sotoccmachay (“cueva que gotea”, en quechua). Efectivamente, el agua se desploma como lluvia desde su poroso techo cóncavo, y la pasamos muy bien observando el bosque y el río Chumbao desde sus ventanas naturales hasta que un rayo pareció partir el cielo. Julio me hablaba de “su lugar en la Tierra”, pero sus palabras se perdían en la furia de la tormenta. Ya en Talavera, nos sentamos en un café. Bajo las sillas paseaba un gato. Afuera había otro gato, un pájaro, una nube. Y un niño. El mundo exquisitamente trivial de Talavera. “¿Por qué no dejas esa ciudad desquiciada donde vives y te instalas aquí?”, disparó Julio. Lo estoy pensando. //

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