Y por último, la crisis vocacional que suele registrarse en este tramo de la vida a mí todavía no se me ha presentado como a tres de mis amigos.
Y por último, la crisis vocacional que suele registrarse en este tramo de la vida a mí todavía no se me ha presentado como a tres de mis amigos.
Carlos Galdós

Mi hija mayor preadolescente pasó de las conversaciones largas y fluidas a las respuestas monosilábicas y ahorita último a los sonidos guturales; es decir, ya ni siquiera me dice “sí” o “no”: ahora se “comunica” conmigo por sonidos que yo ya veré cómo tengo que interpretar como respuestas. Me he transformado en solo meses en el papá que no sabe nada: “tú no sabes nada, papá”, “qué aburrido eres, papá”, “no me agarres de la mano en el colegio, papá”, “yo sé cómo hacerlo, papá”, “no me digas nada, papá”. Así estoy estrenando mis 44 añitos recién cumplidos, con una hija que comienza a descubrir sus alas. Todavía no vuela, pero ya lo hará y solo me queda confiar, confiar en que todo lo sembrado en sus primeros 12 años de vida dará frutos. Me gusta ver esa libertad, me reta, me confronta, también me asusta y preocupa; ya la llevé de la mano a todos los lugares que pude, ahora me toca ir discretamente a su lado, casi por la sombra, sin que se dé cuenta de mi presencia, haciéndole sentir la confianza de que cuando ella lo necesite y crea conveniente ahí estaré, a su lado, acompañándola y dándole mi opinión sobre las consultas que ella tenga. Principio básico del amor: dejar ser libre, sentirme alegre por su existencia sin amarrarla a mi forma de ser, celebrar a la mujer que ya veo venir. Ahora me toca soltar, esperar que recorra su camino con la certeza de lo que quiere para su vida. Deseo de todo corazón que se conozca al máximo, que sea la dueña de su poder y sus emociones.

Yo como padre tengo la obligación de contarle qué es lo que le podría pasar frente a la vida, pero ella tendrá que decidir. Papito de la mano no la puede llevar más. Yo te prometo, Valentina, no poner mi amor por encima de ti jamás. Quiero más bien que caminemos juntos en libertad, sin restringirte. Mi trabajo como padre está en hacer todo lo posible para que seas siempre libre y elijas tú. Cómo duele el desapego de padres a hijos, pero no hay de otra: es necesario y punto.

Los seres que más amo de mi familia, además de mi madre, también comienzan a decirme chau. Lo veo en sus caras. Todos lo sabemos pero preferimos no hablar de ello. La plana mayor ya tiene más de ochenta años y pronto se irá. Otro regalo de esta década de los 40: ya no habrá mamá y tíos que me escuchen, que me consuelen, que me asesoren. Nunca tan real y cercano el popular “ya estás bien grande, hijito, para tomar tus propias decisiones”. Yo le sumaría para encontrar mi propio consuelo en mí. Cierro mis días noche a noche haciéndome la idea de que ya pronto no estarán. Todavía hay un pequeño saldo a favor de tiempo para tener conversaciones poderosas, esas en las que pones al día tus emociones, cierras círculos, saldas penas y malos entendidos, ese nudo en la garganta lo desato ahora o mañana; quién sabe se pueda quedar ahí para siempre.

Y por último, la crisis vocacional que suele registrarse en este tramo de la vida a mí todavía no se me ha presentado como a tres de mis amigos. Tres del grupo de cuatro se hartaron de lo que hacen. Yo mientras tanto quiero transformar lo mío, afinarlo, darle un valor. Uno del grupo va a poner un hotel en Máncora, el otro se va al Urubamba a vivir para siempre, el tercero dejó el supersueldo en el Banco Mundial para venir nuevamente a Perú a hacer no sabe qué y yo, el cuarto, me la paso cuestionando cada cosa que hago y si es de utilidad o no.

40, década del desapego, gracias por tu sabiduría.

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