Renato Cisneros

Treintaiuno de diciembre. El día del apuro y la ansiedad en las calles. El día de ponerse las mejores galas o de repetir el atuendo del verano anterior esperando que nadie se percate. El día de la más escandalosa cuenta regresiva. El día de los balances existenciales, de buscar un momento a solas, en medio del trajín, para someterse a un veloz examen de conciencia: quizá riguroso, quizá falso, quizá condescendiente. El día de quemar al muñeco imaginario de los tropiezos imperdonables. El día de destapar otra botella de champán en nombre de los triunfos inesperados. El día de pedir perdón y dar las gracias. El día de concederle una tregua a la rabia acumulada y darle rienda suelta a la locura. El día de prometer lo posible y, sobre todo, lo imposible. El día de los abrazos prolongados y los besos imprevistos.

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El día de las risas destartaladas y los llantos sin pausa. El día de los discursos pomposos, pero también el día para musitar palabras inspiradas en el oído de tu padre, tu madre, tus hermanos, tu pareja o tus hijos. El día para confesar un secreto y decirle a alguien lo que nunca te atreviste (aunque sea por WhatsApp). El día de los cada vez más exiguos fuegos artificiales. El día más solitario de los perros que se quedan en casa. El día más triste en los hospitales, el más deprimente en las cárceles, el más tenso en las estaciones de bomberos, el más aburrido en las redacciones de prensa. El día en que los cumpleañeros capricornianos pasan completamente desapercibidos. El día de San Silvestre, Santa Catalina, Santa Columba, San Barbaciano y otros ilustres benditos del santoral. El día en que el luto se lleva en silencio.

El día para recordar a los amigos que se alejaron, aquellos que alguna vez recibieron contigo un primero de enero en medio de juramentos estruendosos y que luego, con los años, se perdieron para siempre, se convirtieron en otros, acaso igual que tú. El día idóneo para rodearte de los vivos y brindar sinceramente por los muertos. El día de las cábalas, los rituales, las oraciones al paso. El día de las doce uvas debajo de la mesa. El día de comer lentejas sin quejarse. El único día en que da gusto usar ropa interior amarilla, y en que no te tomarán por loco si te pones a dar vueltas a la manzana con tus valijas llenas de ganas por largarte. El día para ir al centro de Lima a mirar la catedral iluminada o acercarse al malecón a charlar con los espíritus que se esconden en el mar.

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El día pertinente para subir a una montaña y desde ahí gritar uno por uno tus deseos. El día de las fiestas exclusivas, los campamentos, las cenas familiares, las juergas en el callejón. El día en que los ricos despilfarran sin asco y los pobres disimulan sin pena. El día perfecto para pensar que, en efecto, está empezando otra etapa, otro ciclo, aunque en el fondo sepamos que el año nuevo es solo una convención cultural, ajustada a los usos horarios de cada continente. El día de la serpentina, el cotillón, el puto trencito. El día más agotador para las orquestas y los pinchadiscos. El día de la música reinante.

El día para bailar hasta el amanecer todas las canciones: las de moda, las clásicas, las mitológicas que te harán creer a tus cuarenta, siquiera por tres minutos, que aún tienes veinte años. El día de festejar el exceso y conjurar la culpa. El día del borrón y cuenta nueva. El día de aplaudir, de zapatear y de brincar creyendo que este mundo sí vale la pena. El día de rendirles un homenaje mental a las personas que fuiste en el pasado y de avizorar con esperanza a las que serás en el futuro. Y el día, el bendito día de alimentar la agradable superstición de que podemos ser felices, todos, al mismo tiempo, siquiera por una noche. //


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