"Bienvenido al futuro", por Renato Cisneros. (Ilustración: Nadia Santos)
"Bienvenido al futuro", por Renato Cisneros. (Ilustración: Nadia Santos)
Renato Cisneros

La llaman con ligereza ‘la Stranger Things alemana’. Error. Dark, primera serie germana difundida por Netflix y considerada una de las mejores de la plataforma en 2017, ofrece mucho más que un puñado de niños persiguiendo mutantes alienígenas en bicicleta. Que no se me malentienda: soy fan de la entrañable producción norteamericana de los hermanos Duffer, tengo póster de Eleven y capto que hay elementos similares entre un thriller y otro –un pueblo pequeño, rutinario, misterioso; una planta nuclear cuyos desperfectos liberan extrañas energías; gente que desaparece sin dejar rastro–, pero Dark es otra cosa, más oscura, más tensa, perturba a otro nivel y alcanza una consistencia filosófica que su supuesta antecesora no pretende. Si en Stranger Things las referencias apuntan a E. T., Los Goonies o Stephen King, en Dark encontramos guiños a la tesis de Nietzsche del eterno retorno, La máquina del tiempo de H. G. Wells, el Fausto de Goethe y una alusión directa a la concepción einsteniana de que “la distinción entre pasado, presente y futuro es solo una ilusión obstinadamente persistente”.

A raíz de la desaparición de un niño en medio del bosque de Winden, vemos cómo las familias de las víctimas empiezan a relacionarse con sus recuerdos y fantasmas. Una de las premisas poderosas de Dark es que el paso del tiempo no es lineal ni está determinado por la cronología del calendario occidental, sino que lo rigen ciclos de 33 años, al cabo de los cuales la vida empieza espantosamente a repetirse. Los eventos que desencadenan la historia ocurren en 2019, pero a lo largo de los diez capítulos de la hasta ahora única temporada de la serie advertimos que sucesos similares ocurrieron primero en 1953 y luego 1986, y que juntos forman parte de un tinglado mayor de conflictos y devenires cuyo origen parece estar regido por una entidad que no sabemos denominar –¿destino?, ¿Dios?, ¿azar?– y que pone en franca discusión el libre albedrío del que teóricamente goza la humanidad. Es curioso lo que transmite Dark: sabemos que es ciencia ficción, comprendemos lo sobrenatural de ciertos hechos, y sin embargo su lógica suena coherente, posible, real. Ese efecto de gran verosimilitud quizá esté asociado con el origen mismo de la serie: la guionista, la alemana Jantje Fiese, y el director, el suizo Baran Bo Odar, esposos para mayores señas, vivieron una infancia traumática a raíz de la paranoia desatada en Europa, en 1986, luego del accidente radioactivo de Chernóbil. Como buenos creadores, han depositado todos los miedos de entonces en la mente de sus fascinantes personajes.

En un momento dado, algunos de los habitantes de Winden descubren al interior de una caverna del bosque la compuerta del túnel que permite hacer viajes al pasado. Una y otra vez atraviesan ese agujero negro sin considerar un aspecto clave: cualquier delicada modificación que operen sobre la ‘historia original’ traerá irreversibles consecuencias, ya que ‘el pasado interviene en el futuro, pero el futuro también interviene en el pasado’.  

Cuando los personajes traspasan ese umbral, les ocurre algo parecido a lo que vivían Marty McFly y el Doctor Brown en Volver al futuro, nada más que con una hondura aterradora.  

Además de generar estupendos giros dramáticos en la trama, esos momentos invitan al espectador –a esas alturas ya enviciado, sin control– a pensar en lo desconcertante que sería toparse con el que uno fue hace diez, veinte o treinta años. ¿Qué tendríamos que aconsejarle a nuestro yo del pasado para ahorrarle la pesadumbre que sabemos que sufrirá? ¿Valdría la pena cambiar los eventos? ¿Cuánto alterarían esos cambios la secuencia posterior? Y de producirse, ¿seguiríamos siendo los que ahora somos?  

Para quienes no tengan planes de viaje en estos días, les sugiero tumbarse en la cama y engancharse con Dark. La religión, por cierto, aparece cuestionada de inicio a fin, pero quizá sea una buena alternativa para quienes quieran compensar con algo de saludable escepticismo la fanfarria de Semana Santa. 

Esta columna fue publicada el 31 de marzo del 2018 en la edición impresa de la revista Somos.

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