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Acabo de ver ‘La revolución y la tierra’ y, aunque ha pasado un largo año desde su aparición en cartelera, no ha perdido un ápice de actualidad. No podría perderla, en realidad, pues la historia que aborda –la historia de nuestra fragmentación como sociedad– se estrena todos los días. De haberla visto en su momento en el cine, estoy seguro de que al salir y recorrer las calles de Lima me habría asaltado la impresión de seguir dentro de la película. Quizás el Perú, más que un país, sea eso: un continuo documental acerca de un país imposible.
En estos doce meses oí decir muchas veces que ‘La revolución y la tierra’ trata de la reforma agraria de Velasco Alvarado, pero me ha parecido advertir que al director, Gonzalo Benavente, le interesa menos explorar al detalle ese controvertido capítulo de nuestra historia y más utilizarlo como pretexto o bisagra para hablar del Perú que precedió a la expropiación de las haciendas y del Perú que empezó a configurarse a partir de entonces. Más que de la reforma en sí, la película aborda el antes y el después. Un “antes” que se remonta a la invasión española y al reguero de sangre indígena que dejó, y un “después” que, como puede constatarse, está en pleno desarrollo.
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Porque si algo impacta más que ver este documental, es verlo en plena campaña electoral, justo cuando afloran con avidez los prejuicios latentes, las heridas no cicatrizadas, y justo cuando reaparecen candidatos presidenciales que disimulan mal su nostalgia hacia esos años en que la servidumbre al hacendado era una vergonzosa norma socialmente aceptada. En un pasaje, mientras vemos escenas de un antiguo reportaje sobre la hacienda Huando, se escucha a un narrador extranjero sorprenderse de una frase que ha oído decir a la esposa del hacendado Fernando Graña: “Durante la revolución es mejor no usar el Jaguar”. Casi enseguida comenta: “Este es Perú en el siglo veinte pero fácilmente podría ser España en el siglo dieciocho”.
El documental de Benavente acierta porque incomoda, porque no deja a todos contentos, porque provoca polémicas familiares y sobre todo porque incita a estudiar aquellos años, a buscar información distinta de las superficiales leyendas urbanas que la generación de nuestros padres y abuelos nos transmitieron.
También es un logro recuperar películas de cineastas como Nora de Izcue, Armando Robles Godoy o Federico García, cuyos trabajos en los años inmediatamente posteriores a la reforma son valiosísimos para comprender la sensibilidad de la sociedad peruana apenas sucedido el sismo que supuso la medida.
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El de Benavente, por otra parte, no es un acercamiento apologético o laudatorio de la reforma agraria; de hecho, al final uno se queda con la sensación de que, si bien Velasco acabó con la humillación que el terrateniente ejercía sobre el ‘pongo’, fracasó escandalosamente en la organización de las cooperativas que asumieron el control de los campos expropiados y no cumplió con el pago prometido a quienes se vieron materialmente perjudicados. Los campesinos tomaron conciencia del valor de su trabajo y adquirieron derechos políticos, pero muchos de ellos continuaron viviendo por años sin servicios básicos, sin experimentar la esperada recuperación de su economía agrícola.
Eso último, sin embargo, acaba siendo secundario en la valoración general. Es conmovedor, por ejemplo, ver que algunos de los profesionales entrevistados en la película son descendientes directos de peruanos y peruanas desclasados que sufrieron la miseria, el maltrato gamonal y la falta de alfabetización.
El paso de los años pareciera indicar que la servidumbre ha quedado atrás, y que la población más humilde ha logrado insertarse en la sociedad y participar del juego democrático; sin embargo, la secuencia final de la película –un enfrentamiento del 2018 producido durante un conflicto social en la Convención, Cusco– nos recuerda que hay rituales de abuso y sometimiento que, como una maldición inmune a cualquier conjuro, continúan sin ser desmantelados. El documental acaba y uno siente que el Perú está en construcción permanente desde su fundación; que sigue siendo un país enfrentado donde la tierra (o el espacio público) nunca dejó de estar en disputa, y donde la palabra “revolución” está siempre a punto de ser pronunciada. //
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