Lee la columna de Jaime Bedoya.
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Jaime Bedoya

Siempre, en los momentos de mayor apremio y desasosiego nacional, hay un concepto que aparece como bálsamo, alivio y explicación: la cojudez peruana.

Tarde o temprano esta noción, internalizada como rasgo de nuestra idiosincrasia, resurge atendiendo la necesidad de orden en medio del caos. Ha reencarnado ahora bajo el neologismo cojudignos.

Antes de adentrarnos en el imberbe vocablo en cuestión, debe hacerse mención del más completo estudio de la cojudez nacional. Lo hizo Luis Felipe Angell, Sofocleto, bajo un título auto explicativo: Los cojudos [1]. Llamarlo un libro humorístico es subestimarlo. Su corpus es la realidad peruana.

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Sofocleto sostiene que la cojudez no se define, se vive. Sin embargo, este carácter vivencial no la priva de una dimensión física: La cojudez se respira, se huele, tiene color y temperatura, dimensión, forma y hasta sabor, precisa el autor.

En estos días esa atmósfera propia de la cojudez acompaña la desilusión sobre el gobierno del presidente Pedro Castillo. Un número considerable de ciudadanos propios y ajenos al reciente entusiasmo por el sombrero empieza a sopesar que es altamente probable que el profesor los haya agarrado de cojudos.

Pero, el dilema no se resuelve atribuyendo la cojudez propia a una influencia ajena. Volvamos a Sofocleto. Él se refiere a tres clases de cojudo: de nacimiento, por trauma cerebral, y por contagio. Solo en este último caso la causa es exógena.

Vayamos el término cojudigno. Si bien guarda parentesco con el consabido cojudo a la vela (aquél que navega feliz hacia la cojudez), o el cojudo con vista al mar (de alcance panorámico y decorativo), el neologismo se acerca más un ominoso apelativo político de décadas pasadas.

Fue aquél endilgado al muy honorable presidente don José Luis Bustamante y Rivero. Hombre de bien e incondicionalmente apegado a las leyes, tanto que por no doblarlas le acabaron dando un golpe de estado en 1948. Su apodo fue de una cruel precisión respecto a nuestra disfuncionalidad como nación: cojurídico.

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La construcción de cojudigno sigue la misma fórmula. Le da un atributo peyorativo a una virtud, en este caso al noble decoro que la dignidad confiere. Esto en razón que al cojudigno se le imputa el haber preferido descreer, ignorar o relativizar una amenaza clara y anunciada (léase: el ), antes que comprometer su propia pureza.

Estuvieron en todo su derecho a priorizar algo tan valioso. Pero ahora enfrentan la posibilidad de haber incurrido en una perfecta cojudez. O, tal como ya lo expresan algunos , alegan – indignados post facto- que fueron inducidos a ella.

Esto abre un nuevo ámbito de discusión. ¿El cojudo nace o se hace? ¿Es una disposición innata del individuo o es el efecto pernicioso de un tercero sobre su inocencia? Lo segundo haría necesaria la presencia de un agente provocador, papel que para todo efecto se le asigna al señor Vladimir Cerrón, que de cojudo no tiene un pelo.

Esto, sin embargo, tampoco está lejos de ser una candidez. Supondría creer en la silvestre inocencia del señor Castillo como oposición a la vileza manipuladora del señor Cerrón, antagonismo impostado de propósitos electorales. Es decir, tragarse esa fábula donde Castillo nace bueno y Cerrón lo corrompe. La misma falacia que se sostenía sobre Alberto Fujimori y Vladimiro Montesinos.

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Con todo el respeto que se merecen ustedes y sus pelotudeces democráticas, por citar una frase del pensamiento político peruano contemporáneo, a estas alturas hay que ser un cojudo para creerse eso. //

[1] Pulcra curaduría de Gabriel Ruiz Ortega en oportuna re edición de Planeta, 2019.

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