Cuando lo único que parece calmar a tu hija es una pantalla, por Renato Cisneros. Ilustración: Gustavo Gamboa.
Cuando lo único que parece calmar a tu hija es una pantalla, por Renato Cisneros. Ilustración: Gustavo Gamboa.
Renato Cisneros

Mira a esos papás de allí. Qué poca imaginación para entretener a su hija. ¿Cuántos años tendrá la niña? ¿Tres? ¿Cuatro? ¿Cómo la dejan tanto tiempo enchufada a la tablet? No le hablan, no la integran. Por eso la sociedad está en crisis. Quiero verles la cara en unos años, cuando el psicólogo del colegio les diga que su hija tiene déficit de atención o trastorno bipolar. ¿Acaso no han leído lo que dice la Organización Mundial de la Salud? ¿No ven las noticias? Los pediatras lo advierten desde hace mucho: provoca en los niños retrasos cognitivos, impulsividad, sedentarismo, alteración del sueño, conductas agresivas, disminución de la memoria, aislamiento. ¡Padres irresponsables, eso es lo que son! ¡Mi hija recién tendrá su primer celular a los 17!”.

Sí, yo fui uno de esos incautos. En aquella prehistoria previa a la paternidad –hace poco más de un año–, juraba cándidamente que cuando mi hija tuviera una rabieta la distraería de cualquier manera con tal de alejarla de los contenidos alienantes de las tablets y . Incluso juzgaba a parejas de amigos cercanos que, en medio de una reunión cualquiera, sin el menor empacho, entregaban sus teléfonos a sus hijos como una forma de anestesiarlos. El cuadro me soliviantaba. ¿Uno trae hijos al mundo para que se comuniquen con pantallas?, me preguntaba en silencio, con un tono moralista y pedagogo semejante al del doctor Dobson de Enfoque a la familia.
Pero heme aquí ahora, en un restaurante, sin probar bocado todavía, vencido ante Julieta, pasándole por quinta vez el bendito video de La Granja de Zenón, cuyas canciones, por cierto, he aprendido sin proponérmelo (este 2019, mis hits del verano no serán Te boté, Darte, Sin pijama o Taki, taki, sino Mi caballo percherón, La gallina bataraza, Susanita tiene un ratón y la cumbia infantil Con medio peso).

Con tan solo 16 meses de vida, mi hija ha desarrollado la habilidad de detectar la presencia de un celular en un radio de 20 metros a la redonda. Es como si trajese incorporado un sensor exclusivo para esa función. Un amigo tiene un hijo de la misma edad que actúa igual; dice estar convencido de que la criatura capta cerebralmente las vibraciones de su teléfono. Al lado de esta generación de bebés-celulares, los centennials ya son cosa del pasado. Ni qué decir de nosotros, los remotos baby boomers, que de niños éramos lerdos, nos aplatanábamos frente a un televisor y lo único que pedíamos era ver un rato al Coyote fracasar en su persecución al Correcaminos.

Hoy las demandas de los niños son más sofisticadas. Ni bien Julieta advierte que uso el celular, exige manipularlo. Si me rehúso a dárselo, estemos donde estemos, se larga con un convincente concierto de lamentos en registro operístico. Más que la pataleta en sí, muchas veces lo que irrita es la gente de alrededor, que seguramente no tiene hijos y te sanciona con la mirada como diciendo “o la calmas o te denuncio en las redes por alteración del orden público”. Entre los llantos destemplados de la pequeña y la creciente incomodidad de los demás, no hay recomendación de la OMS capaz de disuadirme de activar el YouTube y restaurar la paz perdida. Dudo de que algún truco de pediatras sea más efectivo que los estribillos del Loro Pepe.
Ya con el aparato entre las manitas, mi hija no se satisface con los videos y canciones, sino que navega por la red a velocidad crucero. Sus pulgares se mueven con desconcertante pericia. Al principio tomé sus movimientos como inocentes gestos primitivos, pero hace unos días, cuando en menos de un minuto me desinstaló Google-Maps, envió un saludo masivo a todos mis contactos de Messenger y me suscribió a un inverosímil blog llamado “viejos amigos de la horticultura”, supe que estaba en un aprieto. Cuando juré que mi hija recién tendría su primer celular a los 17, quizá debí precisar: 17 meses. //

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