Un comentario sobre Canción sin nombre, la película peruana que sorprendió en Cannes, por Renato Cisneros.
Un comentario sobre Canción sin nombre, la película peruana que sorprendió en Cannes, por Renato Cisneros.
Renato Cisneros

A principios de los 80, el periodista de investigación Ismael León denunció en las páginas de La República varios casos de niños recién nacidos robados en cunas de maternidad clandestinas. La accidentada coyuntura nacional de ese momento –atentados terroristas, rampante crisis económica– impidió que el destape de León acerca de lo que a todas luces era una red de tráfico de menores se convirtiera en un escándalo nacional. Muchas de las víctimas, por lo general madres solteras, migrantes, de escasos recursos, nunca pudieron recuperar a sus hijos y tuvieron que seguir adelante en un irremediable estado de orfandad inversa.

Treinta años después de aquellos hechos, Ismael León recibió una llamada de madrugada desde Europa. Del otro lado del hilo, una voz femenina con leve acento francés le dijo: “Yo fui una de las niñas robadas, quiero agradecerle por sus investigaciones”. La mujer le contó luego que creció convencida de que, al nacer, había sido dada en adopción voluntariamente; solo años más tarde, con su primer embarazo, sintió urgencia por averiguar quién era su madre biológica. Fue así como poco a poco descubrió la verdad.

Ismael relató esta historia a su hija Melina, quien de inmediato supo o sintió que su padre acababa de regalarle el borrador del guion de una película que ella algún día tenía que filmar. Pues bien, el tiempo ha transcurrido, el padre ya murió, pero la película existe, se llama Canción sin nombre, es estremecedora, y hace solo unas semanas generó muy positivos comentarios en el festival de Cannes, donde fue seleccionada durante la Quincena de Realizadores, privilegio que hace nueve años no recaía en una cinta nacional (la última fue Octubre, de los hermanos Daniel y Diego Vega).

Canción sin nombre nos ubica en Lima, en el durísimo 1988. Hay batidas, toques de queda, hermetismo general. La protagonista, Georgina Condori, es una muchacha de 20 años, embarazada, que se gana la vida en un mercado. Ella y su novio, Leo Quispe, danzante de tijeras, viven en un asentamiento humano en los confines de la capital. El día que rompe aguas, con Leo fuera por trabajo, Georgina acude a una clínica ilegal donde unos médicos han prometido atenderla sin costo alguno. Da a luz, oye nacer a su hija, pero nunca se la alcanzan, nunca logra entrar en contacto con ella. Se la escamotean. Se la roban. La desaparecen. Las escenas en que vemos a la joven pugnar por recuperar a su bebé y recibir, uno tras otro, sendos portazos en la cara son realmente impactantes.

Pronto captamos que no se trata solo de una madre despojada de su criatura, lo cual ya es tremendo, sino de una mujer que lucha por tener algo realmente suyo por primera vez, en medio de una sociedad que antes ya aniquiló todas sus otras ilusiones. Es ahí donde surge la figura del periodista Pedro Campos, personaje discreto, contenido, lector, gay, quien hará suya la causa de Georgina enfrentando a la mafia de traficantes que, como es de suponer, está muy bien contactada con las altas esferas del poder.

Aunque se ha insistido en compararla con Roma –básicamente por el uso preciosista del blanco y negro, y por narrar el drama de una mujer indígena embarazada en medio de un momento político beligerante–, la cinta peruana tiene un deliberado tono menor, además de una ambición diría más intimista (y sospecho que un presupuesto diez veces inferior al del mexicano Alfonso Cuarón). El mérito narrativo de Melina León está en haber logrado concentrar en un puñado de personajes toda la impotencia y frustración que ha caracterizado durante años el devenir de millones de peruanos desfavorecidos, los menos visibles, los primeros en ser olvidados.

Días atrás, en la sección Luces de este Diario, el crítico de cine Sebastián Pimentel abría su comentario sobre Retablo diciendo: “Cuando los políticos del Perú fracasan, triunfan sus cineastas”. Coincido plenamente. Precisamente en estos días en que asistimos al bochornoso suicidio de nuestra clase política, tan cegada por intereses, tan incapaz de un gesto mayor, tan cómoda inspirando lástima, una obra como Canción sin nombre nos reconcilia con lo que aún nos queda de sensibilidad y compromiso. Se estrenará pronto en el Perú. No pierdan ocasión de verla. //

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