El verano que llega se asoma como una falsa tregua. Un espejismo en medio de un desierto de mascarilla y contagios.
El verano que llega se asoma como una falsa tregua. Un espejismo en medio de un desierto de mascarilla y contagios.
Jaime Bedoya

Es más fácil ser feliz en . Valga la salvedad que este es un decir amparado en las licencias meteorológicas del caso. En un día soleado la vida se ve más guapa, menos ofensiva, más amable. La gente es convocada a la calle bajo un contagioso optimismo atmosférico de alto poder de convencimiento: tal vez estábamos siendo demasiado pesimistas. Hágase la luz, fuera la tristeza.

Esta vez ese sentimiento se va recalibrando conforme la tarde enfría. Ahí es cuando irrumpe la melancolía empozada que nos tracciona hace meses. Cuando ya oscurece y reaparece el reflejo condicionado del toque de queda se vuelve a reparar que algo siniestro nos sigue respirando en la nuca. El sol era una ilusión óptica.

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A pesar de ello la naturaleza no deja de ser sabia. Esa voluntaria exposición a la estrella que nos alumbra es una manera de generar vitamina D. Si bien esta no asegura la inmunidad a la desgracia, fija el calcio y fortalece la densidad ósea. Logra que los niños crezcan y que los viejos aguanten. Poder estar bien parados en estos días no es poca cosa.

Lima es la única capital sudamericana con vistas al mar, un lujo geográfico. La playa, salón de arena pacientemente formado por las mareas, se atesora como referente del recuerdo en su mejor versión, sanador y perdurable. Su paisaje está marcado por esa posibilidad única que una playa ofrece: poca ropa y mucho horizonte permiten ser un vagabundo feliz.

Pero el verano que llega se asoma como una falsa tregua. Un espejismo en medio de un desierto de mascarilla y contagios, que al mismo tiempo pondrá a prueba el verso bíblico de Mateo según el cual el sol sale para todos. Para todos los que no tengan casa de playa saldrá de lunes a jueves. Para el resto, benditos sean, todo el verano.

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En algunos balnearios el dilema en carnavales será si la fiesta de disfraces se hará con prueba molecular o por Zoom. No es inverosímil imaginar veraneantes disfrazados de Covid, de enfermeras y doctores. O de cualquier otro tema que refleje la distancia que kilómetros de carretera creen poner entre un inmenso problema y un sunset magnífico.

Otro será el verano para el que no tenga ni mar ni piscina. Como en mayo del 68, habrá que levantar el pavimento para encontrar esa playa imaginaria. Porque en la verdadera, más cerca y más lejos que nunca, una policía ya sobrepasada por el delito y el tráfico tendrá ahora la extraña tarea añadida de supervisar hábitos veraniegos sujetos a reglamento. Hacer guardia en la playa en uniforme de fibra sintética, pensando en si la propia familia estará a salvo bajo este clima engañoso, no es algo para lo que entrena un policía.

El guardián de la ley impondrá multas por meterse al mar en día indebido, cómo si al virus le importara como va la semana. Otra opción de multa se dará al acreditar que el intervenido carezca de las herramientas que confirmen la práctica de un deporte náutico: una tabla, un kayak, una escafandra para la exploración submarina de tesoros. Ni veraneante ni vigilante sabrán exactamente cómo lidiar con un verano absurdo.

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Algo similar le pasó al escritor Frank Kafka, maestro del absurdo si los hubiera, en el verano europeo de 1914. Es célebre el registro de su diario del 2 de agosto de 1914:

- Alemania declara la guerra Rusia. Me fui a nadar.

Aquí podremos decir algo parecido en enero. Solo habría que intercambiar la declaratoria de guerra por el número de contagiados del día, la denuncia de coima de la semana, o algún detalle biográfico sobre Lapadula, según lo prefiera cada uno. //

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