Lee la columna de Lorena Salmón. (Ilustración: Kelly Villarreal / Somos)
Lee la columna de Lorena Salmón. (Ilustración: Kelly Villarreal / Somos)
Lorena Salmón

Después de 100 días de estar en casa, sin contacto real con un espacio natural, el fin de semana pasado visité el mar. Sentí un llamado: una invitación a sumergirme en el agua fría, con intención de que sus minerales se llevaran la tristeza que tenía en la piel, la sal eliminara la ansiedad acumulada y cicatrizara las heridas internas también.

Estaba emocionada: tenía un propósito y me había preparado para ello; no habría excusa para no meterme de pies a cabeza al mar. Así, caminé hacia él con los brazos extendidos, y poco a poco fui dejando que me mojara hasta que desaparecí bajo una ola, pidiéndole a ella que también se llevara la resistencia, pidiéndole a la corriente que con ella también se fuera el dolor.

Me di la libertad de gritar y, cuando salí del agua, me sentí real de nuevo.

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La sal marina tiene efectos maravillosos contra el estrés gracias al magnesio, el potasio y el calcio, el poderoso cóctel de minerales en ella que ayuda a nuestro sistema nervioso a calmarse. No solo eso: el agua en circulación tiene un efecto positivo en nuestro cerebro gracias a las ondas vibratorias y sus iones negativos (mejoran la calidad de oxígeno en nuestro cerebro y nos llenan de energía).

Y como si esto no fuera suficiente, el sonido del agua es considerado ‘blanco’, ideal para la meditación, aquel que calma a los bebés y nos ayuda a entrar en un sueño profundo.

Sí, esa es la respuesta de por qué las caídas de agua, las fuentes, los riachuelos y ríos nos ayudan a sentirnos más en paz con nosotros mismos.

Innatamente estamos hechos para conectar con la naturaleza, para nutrirnos y recargar nuestra energía y polaridades sobre y de ella. El aclamado académico de Harvard Edward Osbourne Wilson acuñó y utilizó el nombre biofilia para nombrar la especial conexión que se genera entre el hombre y la naturaleza, la necesidad innata de conectar con otros seres vivos como método de vida, con altos beneficios para nuestra salud mental.

Es por eso que disfrutamos tanto cuando estamos en un espacio no urbano, al aire libre, donde la naturaleza predomina. Son necesarios solo 10 minutos en la naturaleza para comenzar a sentir los efectos beneficiosos que genera sobre nuestro cerebro. Son reales y comprobados por la ciencia.

Ustedes deben haber experimentado esa sensación especial de calma absoluta, esa necesidad de permanecer en silencio, inmersos en el asombro que solo la naturaleza y su imponente belleza consiguen sobre nosotros.

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Sus efectos son tan poderosos que técnicas de sanación –como los baños de bosque o el grounding– se han vuelto más populares en estos tiempos. En la primera dinámica, la persona pasea por el bosque o cualquier espacio natural con el fin de vivir una experiencia de reconexión con el espacio y con uno mismo, abierta a todo tipo de sensaciones. En la segunda, se trata de poner los pies descalzos sobre la tierra y caminar sobre ella para que esta haga su efecto de imán y nos ayude a sacar la electricidad de nuestro cuerpo: la tierra la absorbe.

¿Por qué entonces nos hemos desconectado tanto de la Tierra? ¿Por qué dejamos de verla como lo más preciado que tenemos como especie? Nuestra propia casa, nuestro hogar, ha sido destruido poco a poco por nuestras propias manos, ambición y sentido de superioridad hitleriano, mediante el cual creemos fehacientemente que somos la única especie que merece vivir y que merece apropiarse de los recursos.

Me pasé unos días de la semana pasada viendo el nuevo documental de Netflix: Con los pies en la tierra, conducido por Zac Efron y el gurú de los superalimentos, el simpatiquísimo Darien Olien. Este par viaja por el mundo en busca de iniciativas y soluciones de vida autosustentables, dignas de replicarse.

Un propósito hermoso y contenido altamente necesario para la actualidad: ¿qué estamos haciendo para preservar el único lugar habitable, nuestra fuente de vida? No he dejado de hacerme esas preguntas desde que vi el documental y desde que esta cita de Wilson retumba en mi cabeza: los humanos tenemos un instinto de afiliación con otras criaturas en la Tierra. Sufrimos, no solo físicamente, sino espiritual y psicológicamente por la destrucción que causamos.

Así que, a partir de hoy, manos a la obra. //

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