El militar alemán es descrito como un hombre “terriblemente y temiblemente normal”. Lee la columna de Renato Cisneros. (Ilustración: Verónica Calderón / Somos)
El militar alemán es descrito como un hombre “terriblemente y temiblemente normal”. Lee la columna de Renato Cisneros. (Ilustración: Verónica Calderón / Somos)
Renato Cisneros

En diciembre próximo se cumplirán sesenta años de la condena a pena de muerte de Adolf Eichmann, dirigente nazi acusado de ser el ‘arquitecto del Holocausto’ y máximo responsable de esa macabra operación de exterminio judío llamada ‘solución final’.

Durante los ocho meses que duró el proceso, la escritora judeo-alemana Hannah Arendt reportó las incidencias para la revista The New Yorker con una serie de artículos que dos años más tarde serían compilados en el libro Eichmann en Jerusalén: un estudio sobre la banalidad del mal. En 1961, ya era una figura reconocida no solo por sus trabajos de teoría política (en particular, El origen del totalitarismo), sino por la persecución sufrida en Alemania y su posterior exilio en Estados Unidos.

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Hace unos días vi la película Hannah Arendt (2012), de la directora alemana Margarethe von Trotta, donde se narra precisamente lo sucedido cuando Arendt se traslada a Israel para seguir el juicio contra Eichmann. Ahí vemos, gracias al uso de imágenes de archivo, a varios supervivientes de campos de concentración quebrándose mientras ofrecen su testimonio al tribunal, frente a un Eichmann impasible, que los mira desde la jaula de cristal donde se le ubicó para evitar atentados.

En el informe de Arendt, el militar alemán –visto por miles como un demonio que aborrecía a los judíos– es descrito como un hombre “terriblemente y temiblemente normal”. Para ella, el criminal de guerra actuó con un desarrollado sentido del orden, solo que abrazando la ideología equivocada. “Al mal se le supone una naturaleza demoníaca cuya encarnación es Satanás. En Eichmann no solo no se encuentran rasgos de ese fulgor satánico, sino que además es incapaz de pensar”, afirmó. Según Eichmann, él no actuó por iniciativa propia, solo cumplía órdenes. Al respecto, Arendt señaló que esa excusa, típica de los nazis, demuestra que el mal más grande es cometido por hombres anónimos: “Hombres sin motivos, sin convicciones, sin corazones crueles ni intenciones malévolas, es decir, personas que se niegan a ser personas”.

En otro pasaje, Arendt se refiere al colaboracionismo de algunos dirigentes judíos que, moralmente quebrados, cooperaron con Eichmann perjudicando así a su propio pueblo.

Cuando el libro se publicó, en 1963, hubo quienes lo calificaron de “obra maestra” (entre ellos el poeta Robert Lowell y el filósofo alemán Karl Japers), pero en 1961, apenas los reportajes de The New Yorker comenzaron a salir a la luz, el repudio contra la escritora fue mayoritario. En la película de Von Trotta vemos el rechazo que sufre Arendt por parte de la comunidad judía y sus colegas universitarios, además de miles de lectores de la revista. La acusan de ser complaciente con el criminal; la tildan de “traidora” por “responsabilizar al pueblo judío de su propio aniquilamiento”; un lector le hace llegar este mensaje: “Leí su artículo con guantes y lo arranqué para botarlo a la basura, pues ni siquiera se merecía la dignidad de ser quemado”; un emisario del Gobierno israelí la conmina con amenazas a que no publique su libro; un vecino del edificio le alcanza un papel donde se lee: “Púdrete en el infierno, putita nazi”; el rector de la universidad donde dicta le pide que deje de enseñar; y hasta sus viejos conocidos se distancian de ella, pues ahora la ven como una mujer “prepotente, arrogante, sin sentimientos”.

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Sin embargo, Arendt defenderá sus posturas con argumentos sólidos que incluso en la actualidad resultan valiosos para toda sociedad fragmentada por heridas que no han cicatrizado bien. La sociedad peruana, por ejemplo. Las dos décadas de violencia política que sufrimos en el pasado siguen (y seguirán) siendo motivo de acalorado debate; una discusión que no prosperará mientras se siga promoviendo desde el estigma y el rencor.

Arendt creía que al enemigo no había que justificarlo ni perdonarlo, pero sí había que esforzarse por entenderlo: “Mi deber es intentar comprender, y comprender no significa perdonar”. Pero para comprender, añadía, hay que desarrollar la capacidad de pensar.

Hoy, en el Perú, en vez de pensar, muchos se cuelgan reactivamente de opiniones ajenas basadas muchas veces en equívocos. No olviden lo que decía Arendt: “Pensar les da a los hombres la fuerza suficiente para evitar los desastres en momentos en que todo parece perdido”. //

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