(Ilustración: Lorena Salmón)
(Ilustración: Lorena Salmón)
Lorena Salmón

A los 65 días de cuarentena, he visto dos arcoíris en el cielo (no en momentos diferentes, sino dos arcoíris juntos, uno debajo del otro, en el mismo lugar, espacio y tiempo).

He cocinado 60 días, dos veces en promedio por día, porque hasta hoy no sé calcular cuánta comida preparar y que alcance para la cena. La mayoría de dudas que tengo sobre cocina las disipo en y me he dado cuenta de que prefiero leer las recetas que verlas en un video.

He imaginado 100 veces que cocinando me corto alguno de los dedos de las manos. Si hasta el momento no ha sucedido, es porque estoy convencida de que tengo un ángel de la guarda que me protege del metal (más no del fuego, porque me he quemado ya unas 15 veces, con gran dolor; tengo dos marcas grandes, evidencia física de que no miento).

He llorado solo una vez porque el Bembos no llegaba hasta mi casa. Entiendo que la razón de mi llanto despierte curiosidad sobre mi empatía ante la crisis, pero les prometo que fue un llanto sincero y que todo lo que está sucediendo me importa mucho.

He hablado por teléfono con mamá y papá 65 días.

Nunca he usado TikTok.

He hecho ejercicio 62 días. De los tres que no hice: dos días literalmente no pude pararme de la cama por largas horas. Los otros cuatro no los recuerdo.

He visto 50 películas de terror: comenzando desde la más gore y sangrienta hasta los verdaderos clásicos. Mis favoritas en orden de predilección: El Exorcista, La profecía, El resplandor. No porque me asusten –he adquirido una nueva valentía a prueba de virus, posesiones y demás manifestaciones paranormales en la pantalla grande–, sino por su increíble guion y maravillosa estética.

He sacado a pasear al perro todos los días y creo que si no hubiese tomado aire y visto el cielo, mi psiquis distaría mucho de la sanidad moderada en la que se encuentra en la actualidad.

He llorado ocho veces por razones tan distantes como miedos evidentes nacidos de la incertidumbre global, así como por el simple hecho de extrañar a los que quiero.

He discutido con mi marido, seriamente, cero veces; me he dado cuenta de que tengo a mi lado a la persona indicada para la vida y para la pandemia.

He bailado sin parar solo tres veces y creo que debería aumentar la dosis de esta medicina porque mientras más leo sobre recomendaciones para mejorar nuestro ánimo, constato que el baile cura penas.

He recibido una carta por debajo de la puerta. Una vecina que leyó una columna mía en esta revista quiso saludarme con una misiva de su puño y letra, que devolví con mi puño y letra y un pedazo de tarta de fresas.

He terminado cero rompecabezas.

He leído un libro. La señal, de Maxime Chattam, a quien no conocía pero que tiene el reconocimiento público de ser el nuevo Stephen King.

He recibido otro: un original de 1954 de Betty Crocker que mi suegra tuvo la gentileza de hacerme llegar en medio de la inamovilidad.

He ganado una sola vez en Rummikub a mi esposo, que triunfa sin piedad y lo refriega en mi ego golpeado, que solo quiere probar la victoria y ver reflejada la derrota en su cara.

He tratado de no ver noticias, de mantenerme positiva todos los días, de vibrar bonito y controlar los miedos.

Me he roto un diente masticando chicle y esta es la primera lista que escribo acerca de cosas que he hecho durante la cuarentena. //

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