Hubo bastante caos en el colegio. (Foto: Giancarlo Ávila)
Hubo bastante caos en el colegio. (Foto: Giancarlo Ávila)
Renato Cisneros

Un arma en un colegio es una tragedia. Aunque nadie la dispare. Aunque no esté cargada siquiera. Muchas lecciones no aprendidas tienen que haberse acumulado en una sociedad para que un arma aparezca de pronto en un patio de recreo o, peor, en un salón de clase. Esta semana, en el colegio Trilce de Villa El Salvador, y mató a uno de sus amigos, José Manuel Sulca Huamanchumo, de quince. La madre del fallecido, Raquel, ha contado que se enteró de lo sucedido por una llamada telefónica, no de un tutor o profesor, como se esperaría, sino de una compañera de clases de su hijo que, nerviosa, apenas atinó a decirle: “José Manuel ha sufrido un accidente pero se encuentra bien”. Cuando Raquel llegó al colegio, supo por boca de terceros que su hijo se encontraba en un centro médico cercano y corrió a verlo. Lo encontró moribundo y, aunque pudo acompañarlo en una ambulancia rumbo a un hospital equipado, lo vio morir poco después. Ella asegura que fueron cuatro los disparos que se registraron en el aula, dice no estar segura de que haya sido “casualidad” como indican los medios y anuncia que demandará al personal escolar por no haber detectado el arma entre las pertenencias del alumno que la llevaba consigo. La investigación policial en marcha definirá cómo ocurrieron realmente las cosas, pero en el aire queda la sensación de muchas negligencias simultáneas.

Los directivos de Trilce tendrían que saber que desde hace tiempo circulan armas en escuelas peruanas. En setiembre de 2015, cuatro alumnos de cuarto de media de un colegio de Ferreñafe se fotografiaron con pistolas y pasamontañas. Aunque el hecho salió en las noticias, recién tres años después, en junio de 2018, la Sucamec inició una campaña de sensibilización en 120 colegios de Lambayeque, región donde las mafias criminales suelen contratar sicarios menores de edad, deseosos de convertirse en el próximo ‘Gringasho’.

En agosto del año pasado, en Cañete, la policía intervino a dos alumnos del colegio Eladio Hurtado Vicente, de 12 y 15 años, por manipular un revólver con todas sus municiones. Tan solo un mes más tarde el Ministerio de Educación dio a conocer una encuesta de Naciones Unidas que revelaba que al menos 153 armas de fuego fueron incautadas en colegios públicos y privados del Perú desde el 2013 en adelante.

Aquí hay varios problemas de fondo, desde la lícita pero discutible tenencia de armas (a veces defendida con argumentos perversos del tipo “el que mata no es el arma, sino el hombre”), pasando por la informalidad que impide sincerar la contabilidad del armamento que circula, hasta la nula cultura armamentista que existe entre ciudadanos que se sienten desprotegidos ante los criminales y están decididos a hacer justicia con su propio gatillo. La pólvora entra en casa de mano de los padres, no siempre legalmente, y muchas veces sin que los hijos estén al tanto. El secretismo no es didáctico, sino al revés, activa la curiosidad de adolescentes inseguros que quizá identifican el arma con un símbolo de virilidad y empoderamiento.

El 20 de abril entrante se cumplirán veinte años de la masacre de la escuela Columbine, en Colorado, Estados Unidos, la más sonada de las varias masacres que han ocurrido en colegios de ese país y la que puso a pensar –a muchos, por primera vez– que un chico puede irse a clases por la mañana y regresar en un ataúd. Lo de Trilce no se parece en nada a esos ataques masivos. No hubo aniquilamiento ni proclamas fanáticas, pero la creciente filtración de armas en aulas nacionales indica que no estamos, como se pensaba, a años luz de escenarios así de horrendos. //

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