Lee la columna de Luciana Olivares. (Ilustración: Nadia Santos)
Lee la columna de Luciana Olivares. (Ilustración: Nadia Santos)
Luciana Olivares

Lo recuerdo como si fuera ayer: mi mandil de cuadraditos rosado con blanco, el olor a huevo duro y mandarina. Mis compañeros sentados como yo en unas mesas de madera y nuestra profesora al frente. Por las razones que sea, yo pensaba que para mi miss yo era su favorita. Total, me había dado el papel de Virgen María en la actuación de Navidad cuando teníamos dos años. Ahora, que ya tenía tres y que sería nuestra actuación final, de todas maneras me entregaría el papel principal, el de la princesa que lideraba un mundo de verduras, tubérculos y frutas, según la imaginación del brainstorming que hicimos en el nido. 

Pero, bueno, el día de la elección de los papeles todos mirábamos inquietos a la profe esperando el veredicto. De pronto, ella lanza una pregunta: ¿Quién quiere ser la princesa? Aún recuerdo que me pareció rara la pregunta: ¿democracia para escoger el papel principal? Pamplinas (aún no decía lisuras, recordemos). Lo cierto es que yo estaba segura de que me escogería, así que recuerdo que me encogí de hombros y puse carita de ‘caballero del rey Arturo esperando la espada’. Claro, la clavada fue después cuando veo a mi compañera del costado levantando la mano y adquiriendo inmediatamente, cual subasta, el papel principal.

Estaba sorprendida y, sobre todo, indignada. Pero eso no era lo peor: la profesora me entregó una circular con la palabra ‘camote’ que debía darle a mi mamá para que me prepare el disfraz. Así es: sería un camote, un pinche camote en mi actuación de fin de año.

Mi mamá –que nunca fue hábil con ese tipo de manualidades– no tuvo mejor idea que envolverme con papel crepé naranja, pegarme al suelo con scotch y sugerirme encorvarme. Así que me pasé toda la actuación encorvada, pegada al piso y muerta de ganas de ir al baño. Ese día, mientras miraba el piso y el scotch que me ataba a él, entendí que la próxima vez que quisiera algo no solo levantaría la mano, sino que levantaría las dos y que no esperaría a que alguien me dé el rol o papel que quería para mi vida.

Hoy, 38 años después, pienso que lo que para mí fue un camote, es para muchos de nosotros la condición pasiva que adoptamos de ser escogidos, aprobados, validados y hasta contratados para los distintos roles de la vida.

Sea porque esperamos la estrellita en la frente, el sello de bien hecho o el anillo en el dedo para que ‘nos pidan’, nos pasamos la vida cantando ‘cuándo llegará el día de mi suerte’, del gran Héctor Lavoe, pero sin su swing, esperando a que otro decida nuestro papel. Y si bien tengo que decir que me he pasado la vida levantando las dos manos y hasta me atrevo a dar charlas de empoderamiento, a veces aparece mi versión ‘camote’. Sucedió hace unos días, mientras acompañaba a mi hija Fernanda a jugar Fornite:

Fer (11 años): Mamá, hay un niño en el cole que me gusta y voy a decirle para estar.
Yo : ¡Quéééé! ¡No!
Fer: ¿Por qué no?
Yo : Porque él debería pedirte.
Fer: ¿Y por qué?

En ese instante, quedándome sin palabras con mi traje de camote puesto y el scotch otra vez pegándome al piso, me di cuenta de dos cosas: que hasta la más autoproclamada mujer empoderada necesita que la desparasiten de paradigmas y que si es tu hija quien lo hace, algo estás haciendo bien :) //

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