Game of Thrones: "Me siento un paria. No he visto un solo capítulo", por Renato Cisneros. ILUSTRACIÓN: Nadia Santos.
Game of Thrones: "Me siento un paria. No he visto un solo capítulo", por Renato Cisneros. ILUSTRACIÓN: Nadia Santos.
Renato Cisneros

Me siento un paria. No he visto un solo capítulo de la serie de HBO que tiene fascinado a medio mundo desde el 2011 y que en los últimos días ha vuelto a ser tema de conversación y tendencia. A veces pienso que debería sentarme a verla, siquiera por cultura general, pero luego recuerdo que son ocho larguísimas temporadas y mi entusiasmo se esfuma. En el fondo, es otra la razón de mi indiferencia: no me llama la atención. Mucho castillo, mucho dragón, mucha nieve, mucho nombre raro. Algo similar me pasó con Harry Potter y El señor de los anillos; intenté contagiarme de su fiebre, pero salí completamente inmune de la experiencia. Será que la fantasía y la épica llevadas al paroxismo me aburren profundamente. O será que guardo más afinidad por narrativas tipo The Sopranos, Breaking Bad, True Detective o House of Cards, ficciones habitadas por gente real, gente que podría estar sentada ahora mismo en el café donde escribo esta columna.

La semana pasada, mientras todos los amigos fanáticos de GOT con quienes mantengo comunicación comentaban, en chats paralelos, la muerte del Rey de la Noche a manos de Arya Stark, y se preguntaban qué pasará en el próximo episodio cuando Jon Snow y Daenerys Targaryen combatan por gobernar los siete reinos contra los hombres de la Compañía Dorada y no sé qué diablos más, mientras leía esas cosas, estaba sumido en una serie que no tenía con quién comentar: Cobra Kai.

Planteada como continuación de Karate Kid –celebrada película de mediados de los 80 que, al menos en su primera entrega, cautivó a todos los adolescentes que soñábamos con aprender a pelear y conquistar chicas lindas (no necesariamente en ese orden)–, Cobra Kai reúne a los actores Ralph Macchio y William Zabka con el propósito de que, treintaicuatro años más tarde, vuelvan a interpretar a sus personajes consagratorios, Daniel Larusso y Johnny Lawrence.

La premisa es atractiva: los chicos que en el pasado fueron encarnizados adversarios vuelven a encontrarse de adultos en los mismos barrios de California solo para constatar que la rivalidad se mantiene intacta. A diferencia de Larusso, quien se ha convertido en orgulloso padre de familia y próspero empresario automotriz, Lawrence asoma como un vicioso desempleado, caído en desgracia, que parece no haberse recuperado aún de la patada letal que décadas atrás Larusso le aplicara en la final del campeonato estatal de karate. En 1984 fui al cine a ver Karate Kid unas 14 veces, alternando butacas entre el Alcázar, el Pacífico y el Real 2. Quien mejor capitalizó esa obsesión fue mi madre, pues supo persuadirme –imitando la metodología okinawense del sabio señor Miyagi– de que con la repetición diaria de ciertas labores domésticas mis músculos, si es que podían llamarse así, adquirirían una memoria física que sería sumamente útil para las clases de karate en las que prometió inscribirme el verano entrante. Durante las siguientes semanas, con una cinta negra atada a la cabeza, computándome el Daniel-San de Monterrico, me aboqué a la limpieza de ventanas, el encerado de superficies, el pulido de vitrinas y el embetunado de decenas de zapatos, tarea esta última cuya utilidad para las artes marciales jamás me fue demostrada.

Al final no me matriculé en academia alguna: cuando llegó el verano ya me había olvidado del karate y mi única afición consistía en ver Los Goonies una y otra vez.

Esta semana, sin embargo, viejas fibras se removieron al ver de un tirón las dos temporadas de Cobra Kai (producida por YouTube Originals). La serie apela a previsibles ecos nostálgicos, pero dota a los personajes de una dimensión psicológica que no poseían en la película, provocando una escalada dramática, no carente de humor, que resulta emocionante y convincente. Esta vez es el cincuentón Lawrence, lleno de demonios y conflictos no resueltos, quien gana la partida, al menos la dramatúrgica, a un Larusso que, como todo hombre realizado, tiende a la monotonía.

Nada como la añoranza bien contada para contrarrestar la sensación de exclusión generada por la dictadura del enano Tyrion y compañía en quienes, por rebeldía o hartazgo, nos negamos a rendirnos a sus pies. //

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