The Crow: La corona, el cebiche y su mamacita, por Jaime Bedoya
The Crow: La corona, el cebiche y su mamacita, por Jaime Bedoya
Jaime Bedoya

Lo único que se le podría reprochar a esa estupenda serie sobre la reina Isabel II de Inglaterra —The Crown— es el no haber dedicado un episodio, o una temporada entera, al suculento punto de encuentro entre los Windsor y este país con p de patria.

Veamos primero el contexto. Tal como su padre Alberto, Isabel Alejandra María de Sajonia-Coburgo-Gotha (ese era su apellido) no había nacido para ser reina. Era la tercera en línea de sucesión detrás de su carismático e ingenioso tío Eduardo y de su opaco además de tartamudo padre Alberto. En 1917, Primera Guerra Mundial, el sentimiento antialemán era predominante en la isla. En la calle hasta pateaban a los pobres perros salchichas, elongada raza canina alemana.

Un secretario palaciego tuvo el tino de rebautizar a la familia como Windsor, en honor al castillo de la localidad homónima donde se le ocurrió la idea. Windsor se convertiría así en perfecto apellido aristocrático postizo. Como dato adicional a la conexión peruana, un siglo después propiciaría el extraño homenaje a la Corona británica de un confortable baño turco de la calle Miguel Dasso.

Isabel tenía 10 años cuando su infancia terminó de golpe. Sucedió cuando su tío el rey Eduardo VIII cometió la injuria de renunciar al trono en 1936 por el amor de una mujer común, yanqui y divorciada. Otro aviso peruano: Felipe Pinglo ya había escrito “El plebeyo” años antes. Su hermano Alberto se convirtió en el rey Jorge VI. Y su hija Isabel en la sucesora.

El deber se convirtió en norma en su vida, obligación con la que ella pagaría el resto de sus días los privilegios de los que gozaba. Fue coronada como Isabel II en 1953, y empezó a despachar con su primer ministro Winston Churchill a los 27 años. Tres menos que Shirley Arica.

Isabel hizo del deber su motivo de vida. Y elevó a bella arte el stiff upper lip británico, filtro facial que no permite mostrar emociones al mundo. Ni siquiera en la inauguración de las Olimpiadas de Londres 2012. Esa vez simuló magníficamente un salto en paracaídas sobre Wembley junto al agente 007, o Daniel Craig. Ni la sombra de una sonrisa.



Isabel tenía 10 años cuando su infancia terminó de golpe

A sus 93 años está siguiendo la serie en Netflix sin despeinarse. Ha sobrevivido dos guerras mundiales, la muerte de Lady Di, un hijo involucrado en trata de menores y a un nieto príncipe disfrazado de nazi, entre otras joyas de la familia. Y, lo más impresionante, ha sobrevivido a 30 perros y a 14 primeros ministros.

Pero hay algo que se le escapó a Netflix: en 1931 su tío Eduardo desembarcó en Talara en visita oficial como príncipe de Gales. Fue tal la zalamería local respecto al monárquico que Raúl Porras Barrenechea escribió un texto satírico titulado ¡The Cholo Boys!, en el que se burlaba de los espontáneos súbditos andinos de la Corona inglesa.

Aflora un dato fundamental. Las crónicas de la época refieren que su alteza “degustó cebiche de mero”. Si es que hubo conferencia de prensa, algo que no estamos en capacidad de afirmar o negar, puede haber sido la génesis del interrogar a visitantes extranjeros acerca de si les gusta nuestro plato bandera. Sería la piedra de Rosetta de la huachafería nacional.

Este fue, además, un momento crucial en la historia de la diplomacia peruana, cuando el presidente Luis Sánchez Cerro, alias el Mocho, recibiera a su majestad en el Callao como quien recibe a un sobrino. Dándole una palmadita en la mejilla y pensando en su alteza la reina Isabel I, el peruano le dijo al inglés:

—Salúdeme a su mamacita.

Cinco años después de pisar suelo peruano, Eduardo VII abdicaba al trono de Inglaterra, desenlace que llevaría la Corona real a la cabeza de Isabel. El que tenga ojos que vea.

Netflix, la tenías servida.


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