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1. “¿Cuando seas pequeño puedes meterte en mi bañera?”, pregunta Julieta mientras la enjabono. Desde hace un tiempo hace ese tipo de preguntas, que siendo inocentes desafían la lógica de la secuencia natural del crecimiento. Para ella, evolucionar no implica hacerse grande, sino precisamente dejar de serlo. Desde su perspectiva, ‘ser pequeño’ es el objetivo, el momento estelar que todo ser humano merece. El niño, para ella, es el futuro del adulto; el niño representa la forma más desarrollada de la especie, mientras que el adulto es un individuo en transición, un sujeto imperfecto que no entiende –todavía no entiende– cómo relacionarse con los niños.
Por la forma en que enuncia su pregunta (“cuando seas pequeño…”), mi hija da por sentado que, dentro de unos cuantos años, su padre no será solamente esto que ve ahora, sino alguien mejor, alguien más parecido a ella, alguien que pueda, literalmente, caber en su mundo.
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2. Hace unas semanas visitamos el zoológico. Notables los hipopótamos, majestuosas las jirafas, impactantes los osos. Cuando nos acercamos a los chimpancés, Julieta se mostró curiosa por la forma hosca en que los primates adultos actuaban con sus crías. Le expliqué que ciertos animales practican el afecto con aspereza, sobre todo cuando se sienten amenazados.
Días más tarde se registró un incidente en el parque del barrio: ella avanzaba en triciclo cuando de pronto un niño mayor comenzó a hostigarla, a desafiarla. Me pareció que pretendía tomar prestado el triciclo de mala manera. A lo lejos, desde un banca, percibí la indefensión de mi hija y lancé un aullido que no solo espantó al niño, sino que hizo girar la cabeza de todo el público presente en el recinto. Julieta pedaleó hasta mi posición y, medio asustada, me miró como los niños miran a los chimpancés.
CONTENIDO PARA SUSCRIPTORES: Es cuestión de imaginar el desastre, por Renato Cisneros
3. Hay días en que los niños son ventanas que se abren de par en par para mostrarnos su singularidad: un vasto paraje donde todo es desconocido y está por estrenarse.
Hay otros días, en cambio, en que los niños son espejos que nos muestran un territorio familiar, ángulos incómodos de nuestra propia personalidad.
Cuando por las madrugadas Julieta se despierta en su nueva habitación, corre a través de la oscuridad del pasillo y entre gimoteos se zambulle en nuestra cama, pienso “este es un momento ventana”: la niña nos revela sus temores, sus reservas a crecer, su dependencia del triángulo amoroso que formamos.
Pero cuando algunas tardes, acusando raptos de adolescencia prematura, me encara lanzándome cualquier objeto por encima de la cabeza y reclamando mi falta de atención con frases que no se corresponden con su edad, pienso “este es un momento espejo”: me reconozco de inmediato en sus pupilas, nos enfrentamos y la tensión tarda unos minutos en disiparse.
Es difícil la paternidad. A menudo se confunden los espejos con ventanas y viceversa.
4. Ayer Julieta cumplió tres años. Cuando sea mayor no recordará este periodo de su vida. Nadie puede hacerlo. La ‘amnesia infantil’ nos impide registrar en la memoria las primeras experiencias biográficas. Según los psicólogos, las razones son variadas, pero una es de orden lingüístico: solo se recuerda aquello que puede ser nombrado, y es obvio que las vivencias de un niño, sobre todo las más intensas, sobrepasan su lenguaje. Juan Carlos Onetti lo señala en un precioso texto titulado “Infancia”: “Ningún niño puede contarnos el paulatino y sorpresivo, desconcertante, maravilloso, repulsivo descubrimiento de su mundo particular”.
Precisamente porque la infancia no puede contarse (quien la cuenta siempre es un adulto impostor), escribo esto como quien captura una serie de fotografías o traza dibujos en el cemento fresco. Quizá algún día estas palabras desencadenen en Julieta recuerdos que por sí sola no conseguiría recordar. //