Lee la columna de Luciana Olivares. (Ilustración Kelly Villarreal / Somos)
Lee la columna de Luciana Olivares. (Ilustración Kelly Villarreal / Somos)
Luciana Olivares

“Currículum vemos, talento no sabemos” era la frase que siempre repetía un lúcido amigo que trabajaba conmigo, pero en el departamento de recursos humanos. Sus palabras tenían mucho sentido, luego de haber conocido a algunos profesionales con pomposos títulos nobiliarios, o bueno, educativos, que daban a entender que estaban listos para cualquier batalla pero que en la cancha no encendían ni una chispita mariposa. Tengo que reconocer que en una época sus palabras también me reconfortaban y me hacían sentir validada porque claramente yo no tenía megatítulos académicos cuando asumí la gerencia de publicidad en esa empresa tan importante donde ambos trabajábamos. Y si bien la experiencia, la ‘cancha’, el comenzar desde abajo y mi curiosidad compulsiva me habían hecho una profesional muy segura, en el fondo sentía que me faltaba algo.

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Ya en mis 30, con una nueva gerencia, una carrera en ascenso y una bebe de dos años, decidí que iba a resolver esa parte que aún sentía inconclusa y que estudiaría una maestría, pero no para llenar un bonito currículum, sino para llenarme a mí. Por eso hice toda una investigación acerca de dónde estudiar y llegué a la maestría de mis sueños, solo que tenía dos “pequeños” detalles: era bastante cara y claramente tendría que pedir un préstamo y, bueno, se dictaba en Berlín cada dos meses durante un año. Recuerdo que mi esposo en esa época me preguntaba: “¿Para qué necesitas una maestría? ¿Es para tener un CV más interesante, para que te contraten en un mejor lugar?”. Le respondí que yo quería estudiar una maestría porque me la merecía, así de simple. Le explicaba cómo nos pasamos la vida endeudados por casas y carros, ¿por qué no invertir en mí? La verdad, no lo dejé muy convencido, pero yo ya había tomado la decisión, aunque jamás sospecharía la dimensión que tomaría.

Esa misma semana mandé mi solicitud y esperé como novia enamorada a que me llamen para una entrevista que determinaría mi admisión. Mientras llenaba los papeles de la maestría, llenaba en paralelo mi solicitud de préstamo con el área de recursos humanos, donde me dijeron que si lograba el primer lugar en la maestría, por políticas de la compañía, cubrían todos los gastos. Ese día decreté que no solo entraría al MBA de mis sueños, sino que haría todo y más para ganarme esa beca.

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Y mi primer día de clases llegó. Todavía puedo sentir ese viento helado en la cara mientras caminaba con mi mochila rosada por las calles de Berlín para tomar el bus que me llevaría a la Berlin School of Creative Leadership, mi flamante escuela. Me sentía tan emocionada como chiquita en su primer día de clases, tan libre a millones de kilómetros de todo lo que conocía, tan culposa por ratos a millones de kilómetros de los que amaba, tan reconciliada conmigo misma regalándome esto y creyendo en mí. Ya dentro de la clase, escuchando a todos mis compañeros de distintas partes del mundo debatiendo sobre por qué los líderes creativos son los llamados para cambiar al mundo, y viendo a dos metros de distancia a mis ídolos creativos como profesores que solo conocía por libros, entendí que este era el regalo más importante que yo me estaba haciendo.

Todo ese año viajé cada dos meses a distintas ciudades, estudiamos innovación en Tokio, competitividad en Shanghái, contenido y diseño en Nueva York y en Los Ángeles. En paralelo, además de trabajar, me preparaba para mi tesis, que debía presentarse a fin de año frente a un jurado y que determinaba el primer puesto en la maestría. Trabajé todo el año durante las noches, mientras dormía Fernanda; ensayé cada palabra mientras corría o manejaba; redacté todo como si se tratara de un libro (que por cierto publicaría después: Trío); y salí el día de la sustentación como si fuera la noche final de La voz. Pero no todo fue excitación y felicidad. Mi matrimonio no aguantó la decisión de mi maestría, además de otros problemas que ya arrastrábamos. Sin embargo, el gran día de la sustentación, Italo, ya siendo mi ex esposo, y Fernanda estaban conectados a Skype esperando los resultados. “Bueno, espero que haya valido la pena todo, ¿no? Tienes que ganar”, me decía él. Ese día gané el premio a la mejor tesis por sobre muchos increíbles trabajos de todo el mundo. Celebré por Skype con Fer e Italo, que no dejaba de gritar de la emoción; con mis compañeros de maestría, que se convirtieron en mis mejores asesores en todo el mundo; y sobre todo celebré conmigo. La vida es un árbol de decisiones y está en ti convertir un potencial arbusto en el más fuerte roble. //

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