FOTO: Rolly Reyna / enviado especial
FOTO: Rolly Reyna / enviado especial
Renato Cisneros

¿Lo que pasó en Rusia quedó en Rusia? ¿Fue solo circunstancial aquella unidad que parecía tan duradera y tangible en los días del Mundial? ¿Fueron reales esos multitudinarios ‘banderazos’ previos a los encuentros, esas bíblicas peregrinaciones rumbo a los estadios? , llamarnos igual y representar lo mismo en calles y tribunas? ¿La armonía de hace cuatro meses fue tan solo una tregua, un alto en el camino, un paréntesis en medio de nuestra cotidiana dinámica de intercambiar golpes bajos y mentarnos la madre? ¿Fue Rusia, en relación con el típico temperamento nacional, una saludable excepción o pretendió ser una nueva regla? 

El premio otorgado esta semana por la FIFA a la como ‘la mejor afición del mundo’ por su desempeño en la última Copa del Mundo no ha podido llegar en mejor momento. Justo en estos días en que las tensiones electorales se suman a la pugna política entre Ejecutivo y Congreso; en que las instituciones son basureadas por mentirosos que dicen querer defenderlas; en que los ciudadanos –como pasa cada vez que tienen que definir su destino– se comportan a la defensiva: invaden estadios, desalojan parques, rastrillan armas, atropellan bomberos, atacan mujeres, silencian violaciones; justo ahora que vuelven a perturbarnos las confesiones de Barata y las secuelas de los ‘audios de la corrupción’, el galardón de la FIFA llega como un bálsamo, como una urgente notificación del pasado reciente para recordarnos que fuimos, somos o podemos ser un pueblo solidario y alegre. 

Pareciera que estamos ante una paradoja, pero no es así. No es que fuimos un puño, una sola garganta y nos desintegramos rápido. No hemos pasado de una estable camaradería patriótica, celebrada por medios internacionales, a una enemistad local provocada por las redes. No. Lo que ocurre, pienso, es que los peruanos no vivimos ni podríamos vivir en permanente modo Rusia o modo Mundial. Podemos llevarnos bien, hacer mancha, ser inclusivos, cantar valses, defender la camiseta y abrazar al del costado sin preguntarle por su origen, apellido o colegio, tal como pasó en Moscú, Ekaterimburgo, Sochi o Saransk, pero esa no es una conducta sostenible más allá de un mes. A la luz de los eventos post-Mundial y sobre todo de los eventos pre-Mundial, y después de conversarlo con sociólogos e historiadores, la sensación que queda es que la confrontación está inscrita en nuestro ADN desde la hora cero de nuestra formación republicana, mientras que la conciliación resulta eventual, un hipo agradable, un lapsus positivo, un bonito desliz. Podemos llevarnos bien, podemos incluso parecer felices, solo que no nos sale tan automático, menos aún natural. 

Tal como ocurrió hace poco con las bancadas del Congreso, que un lunes, azuzadas (asustadas) por el mensaje presidencial de la noche anterior, votaron por unanimidad a favor de las reformas políticas para, 24 horas más tarde, casi avergonzadas de haberse puesto de acuerdo, regresar a su rutina de pleitos, votos en contra y abstenciones, igual pasa con el resto del país: cuando juega la selección cerramos filas, nos transformamos, somos espontáneos en nuestro aliento incondicional y deseamos lo mismo pues detrás hay una causa nacional identificada (ganar, avanzar, hacer historia); sin embargo, inmediatamente después de esos partidos, quizá por la falta de otra causa común que nos alinee o por el exceso de intereses propios, volvemos a la tónica habitual del enfrentamiento, con matices que van desde el debate alturado hasta el escupitajo en el vidrio. 

El premio a la hinchada peruana no premia nuestra forma de ser, sino un capítulo puntual, con fecha de inicio y término, y que parece remitirse únicamente al ámbito de la selección. En ese sentido, lo mejor que podría pasar es que alguna entidad estatal recoja y formalice la iniciativa del recordado Daniel Peredo de convertir el 15 de noviembre –fecha en que sellamos la clasificación a Rusia– en el Día del Hincha Peruano o algo así. 

Por lo demás, no nos ilusionemos: no somos lo que fuimos en Rusia. La situación quizá cambie el día que cantemos el ‘cómo no te voy a querer’ no refiriéndonos al Perú en abstracto sino a los peruanos en particular, empezando por aquellos que piensan distinto de nosotros. Pero, claro, ya sabemos que eso es imposible. //

Contenido Sugerido

Contenido GEC