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La semana pasada, apenas Francisco Sagasti terminó su primer mensaje presidencial, circularon por redes sociales nombres de diversos personajes que supuestamente integrarían el gabinete. Carlos Neuhaus en la PCM, Walter Albán en el Interior, Carlos Bruce en Vivienda, etcétera. Nada confirmado, desde luego, los clásicos rumores. El asunto no me hubiese merecido mayor atención si no fuese porque en el rubro “Ministro de Cultura” figuraba un nombre inesperado. El mío.
Finalmente, la conducción de tan importante sector recaería otra vez en mi amigo el escritor Alejandro Neyra, pero durante las veinticuatro horas previas a su nombramiento experimenté los peculiares efectos de ser voceado para ser ministro, es decir, de ser “ministeriable”.
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Me enteré del runrún nada más despertar a través de un viejo compañero de colegio que hacía lustros no se manifestaba. “¡Bravo, compadre, te felicito!”, me dijo por WhatsApp. Mi cumpleaños es en enero, pensé, mientras intentaba resolver el malentendido. No tardé en encontrar en Internet la información del presunto gabinete y enseguida pasé a regodearme con las congratulaciones de los muchos incautos que se tomaban en serio lo que para mí era solo la ocurrencia de algún ocioso: “sabía que llegarías muy lejos”, “¡tenemos un ministro en el grupo!”, “habla, ¿ya tienes vice?”. Otros hasta se animaban a darme consejos para cuando estuviera en ejercicio del cargo y soltaban recomendaciones acerca de las poblaciones indígenas, los artistas criollos o el vasto patrimonio inmaterial de la nación.
Hasta algunas ex novias que en su día me juraron rencor eterno reaparecieron después de centurias para sumarse al precipitado festejo; alguna incluso me extendió los saludos de su familia diciendo “no sabes lo orgullosos que están mis papás de ti”. Curioso, pues hasta donde recordaba aquellos señores vivían espantados de que su hija anduviera con un escritor.
En el chat familiar, a pesar de advertirles que todo era mentira, mis hermanos, primos y sobrinos celebraban por anticipado. Mi madre no fue la excepción y por correo interno me emplazó con una pregunta perentoria: “¿a qué hora juramentas?”.
Mis tías más cristianas, muchas de las cuales crecieron en una época en la que toda noticia publicada era tomada por cierta y tal vez debido a eso son incapaces de cuestionar la más afiebrada de las fake news, enfatizaban que todo esto no era otra cosa que un milagro obrado por la Virgen misericordiosa.
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Y en Twitter, los trolls se rasgaban las venas lanzando maldiciones al éter sin poder comprender cómo era posible que el digno despacho de Cultura fuera a caer en manos de “un caviar”, “un rojete”, “un asalariado de Soros”. ¡Qué despropósito!
Con el paso de las horas, sin embargo, en tanto no trascendía información confiable del auténtico gabinete, el rumor empezó a cobrar forma de posibilidad en mi cabeza y hasta llegué a pensar que tal vez no se trataba de un error, que quizás mi nombre estaba siendo efectivamente barajado por el entorno del presidente.
En esas fatuas divagaciones andaba cuando sonó mi celular. Miré la pantalla y advertí que se trataba de un número con código 51, de Perú. ¿Quién podrá ser?, me extrañé, nadie me llama nunca desde allá. De pronto até cabos: ¿No será… Sagasti? ¿Acaso es verdad? ¿Va a proponerme formar parte del elenco ministerial? Y si es así, ¿qué le digo? ¿Acepto? ¿Vuelo a Lima de inmediato a cumplir tan patriótica misión? ¿Juraré con crucifijo? ¿Qué verso de Vallejo citaré? ¿Al lado de quiénes me sentaré en las sesiones de gabinete? ¿Habrá un fajín de mi talla? Recién al quinto timbrazo respondí con mi mejor voz de ministro de Estado y, aunque el interlocutor no podía verme, sonreí para la posteridad.
Pero quien habló no era el presidente, ni siquiera un edecán, sino Danny, mi nuevo inquilino en Lima, quien con la respiración entrecortada me contó que la terma del departamento se había quemado y no podía terminar de bañarse. Sus palabras me regresaron de golpe a la realidad.
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Horas después, mientras veía la juramentación de los ministros tumbado en la mecedora, solo sentí alivio. Espero no ser incluido en esas listas nunca más. Ya ven ustedes que las tensiones del poder no son lo mío. //