La muela del juicio, por Renato Cisneros. (Ilustración: Nadia Santos)
La muela del juicio, por Renato Cisneros. (Ilustración: Nadia Santos)
Renato Cisneros

En una tira de Quino se ve a una señora que, tras haber denunciado a un mal policía por negarse a arrestar a un ladrón, espera impacientemente en los tribunales que comience el juicio que llevará a ambos a la cárcel; sin embargo, la mujer se desconcierta al ver cómo el juez que va a dictar sentencia, no bien ingresa a la sala, levanta los brazos y sonríe al reconocer tanto al policía como al ladrón como sus viejos amigos.  

La escena es una radiografía dibujada del actual momento del Poder Judicial peruano, con el triste añadido de que, en una versión local, el policía, el ladrón y el juez podrían ser la misma persona.  

A diferencia de lo que sucede en otros países, en el Perú el juez constituye una figura carente del menor atractivo. Ningún joven quiere estudiar Derecho para convertirse en juez. La mayoría de abogados recién egresados busca integrar un estudio renombrado y amasar un dinero considerable lo antes posible. Nunca escuché a un solo amigo decir que aspiraba o soñaba, por ejemplo, con ser juez supremo. Por qué alguien querría serlo, además, si las oficinas judiciales son nidos de ratas, los sueldos son cualquier cosa menos competitivos, el escalafón no es meritocrático y encima hay que lidiar a diario con favores, recomendaciones y chanchullos. Ni siquiera existe una escuela o academia judicial que confiera prestigio, como sí hay en España, Brasil, Argentina, Uruguay, Chile o Bolivia. Da la impresión de que la única forma de ser juez y alcanzar notoriedad positiva en el Perú es participando del jurado de Yo soy.  

El imprescindible Historia de la corrupción en el Perú, de Alfonso Quiroz, demuestra de forma fehaciente que nuestra judicatura se encuentra envenenada desde siempre. El pasado de la justicia peruana es “ignominioso”, a decir de Luis Pásara, quien en 2013 publicó en la revista Ideele un artículo analizando los pasajes del libro de Quiroz dedicados al comportamiento de los magistrados nacionales durante los últimos cuatro siglos.  

Así, pues, leemos que en 1687 literalmente se vendió el cargo de oidor de las Audiencias; que en 1809 se reportaba que jueces, oficiales de hacienda y miembros del cabildo “se beneficiaban personalmente de sus cargos por medio de injusticias debido al cohecho, vicio y otras granjerías”; que durante el coloniaje varios virreyes “participaron del cohecho al recibir sobornos abierta o encubiertamente por decidir e imponer sentencias judiciales sesgadas”; que alrededor de 1747 los virreyes concedían indultos el día de su cumpleaños “a una tasa acostumbrada de hasta cuatro mil pesos”; que al finalizar su mandato, corregidores y otras autoridades locales “simplemente sobornaban al juez encargado de la averiguación oficial, para evitar el castigo efectivo”; que durante los gobiernos de Agustín Gamarra “las instituciones judiciales, garantes en última instancia de los negocios y contratos justos, tampoco eran de confiar”; que a mediados del siglo XIX “las redes de corrupción enlazaban a ministros, parlamentarios, jueces y hombres de negocios, así como a ciertos abogados que actuaban como intermediarios claves”; y que para el periodo entre 1860 y 1883 “parlamentarios y jueces, juntamente con las autoridades del Ejecutivo, participaron de modo más amplio en el tráfico de influencias y corruptela”.  

El libro de Quiroz documenta cómo todas aquellas prácticas viciosas continuaron a lo largo de todo el siglo XX para acabar sofisticándose en el actual, de modo que la reciente ‘crisis de los audios’ habría que entenderla como una adenda coherente, el penúltimo capítulo de una sombría tradición ininterrumpida. Para decirlo de otro modo, ‘Toñito’ Camayo siempre estuvo ahí.  

El 4 de agosto de 1821, el general San Martín instituyó la Alta Cámara de Justicia en Lima para reemplazar a la Real Audiencia Española. En recuerdo de eso, en 1971, otro general, Velasco Alvarado, tuvo la idea de designar el 4 de agosto como Día del Juez. Hoy parece ironía, pero no lo es.  

Si de algo puede servir la efeméride, que sea para saludar a los magistrados decentes, que no son pocos, y repudiar a los Walter Ríos, los César Hinostroza y todos aquellos a los que en su día les importó un rábano prostituir la justicia con tal de asegurarse una vulgar cuota de poder que, si podemos impedirlo, jamás volverán a ostentar. 

Esta columna fue publicada el 04 de agosto del 2018 en la edición impresa de la revista Somos.

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