(Ilustración: Víctor Aguilar)
(Ilustración: Víctor Aguilar)
Renato Cisneros

Desde hace varios años los peruanos no conocemos las teóricas noches de paz navideñas. Nuestras noches de diciembre, como las del resto del año, están pobladas de angustias, querellas, sobresaltos. Y no por culpa de los pirotécnicos ilegales o los delincuentes callejeros –que llevan décadas formando parte de la estampa de –, sino por culpa de los políticos, la mayoría de los cuales, curiosamente, se dedica a lo mismo que esos flagelos: distraer y robar.

Solo en los últimos cinco años ha sido imposible disfrutar una sobremesa navideña sin que los dramas políticos coyunturales la interrumpan. En 2017, por ejemplo, las familias peruanas no se preguntaban si sería mejor rellenar el pavo con arroz o frutos secos, sino si Kuczynski le concedería o no el indulto al ex dictador Fujimori. Esa era la discusión en los hogares. ¡Y PPK le otorgó el beneficio el mismísimo 24, pocas horas antes de las doce! Para medio país, esa noche el vino supo a vinagre y el panetón a rata blanca.

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Un calendario más tarde, la Navidad del 2018 nos encontró políticamente desechos, exhaustos. En doce meses, habíamos tenido dos presidentes, 45 ministros y hasta tres procesos electorales: el último de ellos, celebrado el 9 de diciembre, nos llevó a votar vía referéndum por la reforma constitucional. La alegría experimentada en junio por haber vuelto al mundial de fútbol después de casi cuarenta años fue agotándose a medida que pasaban los meses y surgían escándalos, audios, denuncias.

Para cuando llegó el día de armar el árbol, cantar villancicos y abrazarnos, ya todos andábamos demasiado podridos con la realidad como para fingir optimismo. Algo similar vivimos en los descuentos del 2019. Fue imposible concentrarse en los rituales de Nochebuena y el cotillón del 31 cuando las portadas y noticieros hablaban a diario de la posible prisión preventiva de Keiko Fujimori y de las listas de postulantes al nuevo Congreso, pues los representación parlamentaria anterior acababa de ser disuelta en septiembre. Saber que dentro de un mes tendríamos que elegir otra vez congresistas, e intuir que estos serían igual de nefastos o incluso más calamitosos, era suficiente para irritarle el estómago a cualquiera.

Y, sin embargo, lo que vino fue peor, porque en el 2020, además de todas las desgracias políticas imaginables (doble cambio de presidente, golpe de Estado, marchas multitudinarias, paro agrario, represión), llegó la pandemia. Muchas familias sufrieron bajas por el covid –si es que no desaparecieron– y los sobrevivientes no pudieron reunirse en Navidad o tuvieron que adaptarse a la situación de emergencia, el toque de queda, el control vehicular, la mascarilla, la distancia, etcétera. Con tanto miedo, dolor y frustración en el ambiente, la Navidad pasada debe de haber sido la más triste en muchos años para la gran mayoría.

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Y esta del 2021 nos encuentra, por un lado, resignados a los nuevos contagios por la variante ómicron; y, por otro, seguros, segurísimos de que los políticos volverán a jodernos las fiestas con dictámenes, resoluciones supremas o proyectos de ley con trampa, o con revelaciones trágicas, videos bomba, nombramientos oscuros o iniciativas de esas que solo contribuyen al desánimo general. Hoy recién es 25, así que faltan siete largos días para Año Nuevo. Estemos prevenidos, atentos, mantengamos la guardia arriba, no relajemos la vigilancia, porque los viles, los corruptos, los lagartos, los golpistas no descansan, no se dan por satisfechos, no se conmueven con los generosos sentimientos navideños. Más bien se aprovechan de que todos estamos delante del nacimiento, empachándonos con puré de manzana, devorando las uvas debajo de la mesa, para encajarnos ese regalo sorpresa que dentro de unas semanas acabará explotándonos en la cara. Que no vuelvan a burlarse de la gente. Que no nos malogren otra Navidad.

Que esta vez, por favor, por fin, no nos agarren de pavos. //

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