Niño, quédate quieto, por Lorena Salmón. (Ilustración: Nadia Santos)
Niño, quédate quieto, por Lorena Salmón. (Ilustración: Nadia Santos)
Lorena Salmón

En el cumpleaños número 10 de mi hija, llevé en mi auto a tres de sus amigos. 

– Tía, por favor pon 98.1.

En mi carro no suelo acceder a las peticiones musicales de nadie, pero era día de cumpleaños y estaba ahí para servir. Cambio de dial. Sintonizo lo requerido: 

Si tú me llama’
Nos vamo’pa’tu casa
Nos quedamo’en la cama
Sin pijama, sin pijama
(bis) 

Corearon al unísono, entonados, felices y de memoria los tres. Casi choco, literalmente. Tuve que frenar, bajar el volumen y voltear a preguntarles: “¿Saben lo que están cantando, muchachos?”. 

Sé que es una pregunta retórica, igualita a la que le hago a mi propia hija, que se ha pasado todo el 2018 coreando de memoria a cuanto reggaetonero apareció en la escena musical. 

Los amigos de Antonia, claramente incómodos, me respondieron, también al unísono: “ay, tía, no seas pesada”.  

Para mí, no saben lo que están cantando, no conocen mucho de lo que escuchan (o ven). Pensaba, entonces, en lo complejo que resulta ser niño ahora y en la increíblemente difícil tarea que tenemos los padres: nuestros hijos están rodeados de millones de estímulos sin filtro, regularizados y normalizados de tal forma que les parece natural querer también ir a escuchar a Maluma en concierto, pedir un celular, abrir una cuenta en Instagram. 

La tecnología los hace crecer más rápidamente, nos guste o no aceptarlo. 

No solo eso: los vuelve infinitamente más vulnerables. Y sí, hablo de los peligros reales, como los acosadores y enfermos que abusan detrás de los teclados y también del peligro real que representa poder conectarse con el mundo desde una computadora, tablet o celular inteligente y consumir la información que tengan al frente.  

¿Cómo evitamos que crezcan tan rápido? ¿Cómo les damos las herramientas necesarias para que sigan siendo, ojalá, niños felices? 

Lo evidente: como padres, nos toca estar presentes. Todos los niños necesitan padres que les den amor incondicional. Ese amor que los ayudará a construir su seguridad, confianza en sí mismos y autoestima. Urgen padres que los ayuden a entrar en contacto con sus sensaciones, a sentirlas y reconocerlas, a aceptar sus emociones y ponerles nombres, y a observar y controlar sus pensamientos o las reacciones que puedan generarnos ellos.  

Pero dentro de lo más importante: todos los niños necesitan jugar y necesitan jugar con sus padres. Un reciente estudio de la Universidad de Complutense lo corrobora. Nada hace más feliz a un niño que jugar –sí, esa actividad de diversión, libre, creativa, lúdica– con sus papás.  

Entonces, impongamos, si es necesario, horas libres, tiempo fuera de casa, visitas al parque, dinámicas de juegos de mesa. Ese momento y ese espacio sirven para que el niño refuerce su vínculo con nosotros como padres, para que comience a explorar, a dejar salir su curiosidad, a desarrollar capacidades sociales. Jugar le ayuda a aprender a ser empático, a negociar, a tomar decisiones, a perder.  

Por otro, y adicionalmente, todos los niños necesitan leer. He encontrado en el momento de la lectura el canal adecuado para comunicarme con Antonia y cobrarle al destino mi venganza: por cada nuevo reggaetonero que incorpore a su cerebro, un libro de historias fantásticas, de contenido real que valga la pena.  

Y leemos y discutimos y reflexionamos y compartimos y suma, todo suma.  

Todos los niños necesitan soñar: creer que todo es posible, que la magia existe, que los deseos se cumplen y que lo que está en su corazón puede literalmente mover y transformarlo todo y que por eso deben sentirlo y solo dejarse guiar. 

Esta columna fue publicada el 18 de agosto del 2018 en la edición impresa de la revista Somos.

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