Vamos a la playa a curar el alma, por Lorena Salmón.
Vamos a la playa a curar el alma, por Lorena Salmón.
Lorena Salmón

Tengo la increíble suerte de poder compartir una vez al año viajes con mi familia completa: madre, padre, hermana y cuñado, sus hijos, mi esposo, mis hijos y yo.

Con los años, el grupo humano viajero ha ido creciendo, y hemos pasado a ser un grupo total y final (a no ser que, por algún milagro, traiga nuevamente vida a este mundo) de doce personas: seis adultos, un adolescente, una prepúber y cuatro niños (incluida una bebé en pañales).

Ponernos de acuerdo para elegir el destino casi siempre es fácil: mi madre adora la playa, buscamos un sistema todo incluido, y mi hermana –quizás de las más proactivas del grupo– se encarga de separar, ver fechas, opciones de hoteles, las conversaciones con la agencia y listo. En una suerte de mea culpa, mi marido y yo nos desvinculamos tanto de la preparación del viaje, que a días del asunto no tenemos ni claro en qué línea volamos ni cuáles son las fechas exactas del viaje. Sí, somos esa parte de la familia que recibe todo listo y se encarga nada más de pagar. Así hemos sido siempre. Así nos aceptan y en esta dinámica de organización, algunas veces nos tildan de frescos pero también nos quieren y mucho.

Este año decidimos venir a Cuba. Específicamente, a un paradisíaco lugar de nombre Cayo Santa María, que se ubica en la ciudad colonial fundada por los españoles hace más de 300 años: Santa Clara. Es un destino turístico que se está promoviendo hace aproximadamente una década, además del clásico y megafamoso Varadero.

De hecho, el hotel en el que me estoy hospedando –de una infraestructura para dejarnos con la boca abierta: Paradisus Cayo Santa María– no tiene ni dos años de inaugurado; es bellísimo, además.

Hasta aquí se puede llegar en vuelo desde Panamá.

La mayoría de turistas proviene de Argentina, Canadá, España y Francia; la temporada alta es de noviembre a abril pero ahora, en julio, la mitad de las instalaciones está ocupada. La música en el aire –¿por qué, Dios mío?– es el reggaetón, el calor es inclemente –no ha bajado de 30 grados–, el agua es la más cristalina que he visto. Tuve la oportunidad de presenciar la puesta de sol más magistral que mis ojos hayan visto, a las siete y media de la noche.

Venir a Cuba –no conozco aún La Habana– es una experiencia de contrastes; en el bus, mientras nos dirigíamos a nuestro hospedaje, pude conocer algo de historia del lugar gracias a la simpática guía y verlo con mis propios ojos.

La pobreza del lugar salta a la vista pero la buena onda nunca se pierde. Los cubanos del servicio, no todos, claro está, siempre tienen una sonrisa en la cara y un tono de voz amable, a pesar de recibir de sueldo lo que equivale a 7 dólares mensuales y una canasta básica para sobrevivir que genera indignación a los que venimos de afuera (ni soñar en comer carne, por ejemplo).

No hay señal alguna de industria gringa (en el hotel, muchos incautos piden Coca-Cola, olvidándose de que estamos en Cuba), no se puede ver Netflix ni muchísimas otras páginas de procedencia americana. El Internet es una locura.

Aquí estamos todos pendientes del canal nueve local porque transmite los Panamericanos: a Cuba hasta el momento le está yendo genial y es el tema de conversación generalizada, después de lo impecable y hermosa que fue nuestra organización.

Cada medalla nueva ganada se comenta y nosotros los peruanos felicitamos a los locales emocionados: el deporte les da felicidad y a nosotros su playa nos cura el alma. //

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