1. Hace algunos días me enteré de la muerte de Lilita de la Fuente, quien de niña, a fines de los ochenta, fue imagen de una recordada publicidad de Polystel de Universal Textil, donde aparecía disfrazada de anciana. Hay por lo menos dos generaciones de peruanos que crecieron viendo ese anuncio en la televisión y repitiendo el eslogan vitalicio de la marca: “Se mantiene joven aunque pasen los años”. Según informaron sus familiares, un infarto de miocardio le quitó la vida. Al teclear su nombre en Internet me di con la sorpresa de que era una exitosa empresaria de aptitud física: profesora de zumba, cardio dance, entrenamiento en suspensión. No sé bien qué me impactó más: que fuera más joven (tenía apenas 37 años) o que falleciera de un ataque al corazón a pesar de cuidarse físicamente, mantenerse saludable y hacer todo lo necesario para cumplir con el eslogan que la hizo famosa.
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2. Treinta y cuatro años tenía Óscar Catacora, talentosísimo cineasta y guionista puneño, director de la notable Wiñaypacha, filmada íntegramente en aimara. En 2018 fue premiada en el Festival de Guadalajara y preseleccionada para los Óscar y los premios Goya. A través de los ojos de una pareja de ancianos que vive en una cabaña del altiplano, cuyo hijo ha partido para no volver, la película nos habla de la espera, de la soledad, pero también de la invisibilidad a la que parecen estar condenados ciertos pueblos del Perú. “Hice Wiñaypacha para que sepan que existimos, que estamos allí”, dijo Óscar en una entrevista el año de su consagración. Al momento de su muerte, se encontraba en Ilave rodando una película sobre la rebelión tupamarista de 1780, un proyecto que acariciaba desde hacía más de una década. Hace una semana el joven realizador falleció por complicaciones a raíz de una apendicitis. ¿Habría corrido mejor suerte de no encontrarse en las alturas de Puno? Es desolador pensar que pudo ser víctima de esa misma lejanía que denunció en la pantalla grande.
3. Tenía 21 años cuando leí Las edades de Lulú, la primera novela de Almudena Grandes. Oí a una chica muy linda de la facultad comentar que la estaba leyendo y fui corriendo a buscarla a la biblioteca con la exclusiva finalidad de tener tema en común. Al final, la novela me gustó más que la chica: prometía más acción. Era inquietante seguir la historia de Lulú, esa adolescente que debuta sexualmente con un chico mayor, Pablo, en una España que comenzaba a dejar atrás la dictadura franquista. Más que sobre sexualidad o erotismo –que hay, y mucho–, es una novela sobre crecer, sobre cómo los individuos de una sociedad intentan sobreponerse luego de sufrir una guerra. Pasó mucho tiempo hasta que volví a leer otros libros de Almudena (La madre de Frankenstein, entre ellos) pero viviendo en Madrid la vi tres o cuatro veces en eventos literarios, donde su voz pedregosa dominaba el ambiente, y trataba de no perderme su columna semanal en El País. Siempre me pareció una mujer de ideas claras, de comentarios llenos de inteligencia, humor, frontalidad. Un cáncer se la llevó con 61 años. Era mayor, pero no tanto, estaba llena de planes. La otra tarde sus lectores, todavía aturdidos por lo ocurrido, acudieron al cementerio para despedirla. En las manos no llevaban flores, portaban libros.
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En estos tiempos en que las noticias llegan y se van sin darnos respiro, algunos sucesos importantes pasan de largo. O los dejamos pasar. Nos cuesta detenernos para valorarlos, reflexionar sobre su significado, considerar sus implicancias. Ni a Lilita ni a Óscar ni a Almudena los conocí personalmente, jamás los traté; sin embargo, algo de lo que hicieron me tocó, me marcó, me acompañó en un momento dado. Estoy seguro de que para muchos fue igual. La televisión, el cine, la literatura consiguen eso: que uno pueda identificarse con desconocidos, incluso llegar a quererlos. Por eso su partida merece que nos detengamos un momento, como si abriésemos una grieta en medio de la realidad, para decirles gracias y dar fugaz cobijo a su recuerdo. //
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