Ilustración: Víctor Aguilar
Ilustración: Víctor Aguilar
Renato Cisneros

A primera vista se trata solo de un aparador antiguo. De roble. Un aparador antiguo, de roble, que mi madre, por espacio y practicidad, ha decidido vender. En mi reciente paso por Lima le tomé unas fotos con la idea de colgarlas en una de esas páginas web donde se ofrecen objetos y artículos de segunda mano. Mientras hacía el trabajo, capté que ese aparador, heredado de mi abuela Esperanza, había estado siempre allí, atestiguando desde diversos rincones la historia de los Cisneros.

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Ahora sé que el aparador pertenecía a don Nicanor Arriola, el ‘Cholo’ Arriola, médico peruano que se hiciera muy amigo de mi abuelo Fernán durante el destierro de este último en Buenos Aires, en los años veinte del siglo anterior. El doctor Arriola vivía en el número 1066 de la Calle del Oro, en el barrio de Palermo, junto a su mujer y cuatro hijos. Al fallecer, su viuda dejó la casa tal como estaba en manos de una de sus hijas, Enriqueta. Fue ella, íntima de mi abuela Esperanza, quien le vendió el aparador de roble, además de un juego de sala completo, tres libreros de biblioteca y un extenso comedor de veinte sillas. No sé cómo se las ingenió mi abuela para costear el alto precio de aquellos bártulos tan voluminosos, elegantes e innecesarios, pues el sueldo de periodista de mi abuelo a las justas alcanzaba para mantener a los hijos en el colegio. Lo más probable, me dice por teléfono mi tío Gonzalo Cisneros, su único hijo vivo, es que la vieja consiguiera el dinero en una de las casas de empeño que visitaba con frecuencia, y lo más seguro es que su amiga Enriqueta le facilitara la amortización de la deuda.

Cuando tiempo después mi abuelo decidió volver al Perú con toda la familia, el aparador se convirtió en un dolor de cabeza. Primero fue a parar a los almacenes Vilallonga de Buenos Aires, donde permaneció guardado por dos años. En 1951 pasó a la bodega de un barco proveniente de Río de Janeiro y viajó casi dos meses y medio por las aguas del Pacífico hasta anclar en el Callao, donde acabó metido en un depósito. De allí lo sacaron lleno de polvo, junto con el resto de enseres, para vestir y decorar la que sería su morada definitiva, la casa de mis abuelos en la avenida La Paz de Miraflores. Fue allí donde vi esos muebles por primera vez, siendo muy pequeño, y me acostumbré a que parte de mi infancia transcurriera ante su presencia muda y señorial.

Solo después del fallecimiento de mi abuela, en julio de 1982, sus hijos se repartieron los trastos. Mi padre eligió el aparador, o quizá le tocó en suerte. El tema es que llegó a mi casa, en Monterrico, ya en categoría de símbolo heredado, y pasó a formar parte protagónica del paisaje doméstico con su mansedumbre de hipopótamo y esa estampa decimonónica que hechizaba a las visitas.

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Juro que su olor a madera sigue intacto, igual que su estructura interior, invulnerable a las termitas. Hasta hoy ahí se guardan la vajilla para ocasiones especiales, las copas de cristal cuyo número ha ido reduciéndose, los manteles de gala y unos candelabros que en la época del terrorismo resultaban muy útiles para hacer la tarea.

Y mientras escribo esto, la memoria proyecta escenas de reuniones, festejos, velorios y reencuentros donde el aparador parece estar vivo, como un vigía, un miembro más de la familia, y se me ocurre, madre, que voy a tener que ser yo quien lo compre aunque no tenga lugar donde ponerlo en mi departamento de Madrid, pues nadie va a cuidarlo como lo hemos cuidado nosotros durante los últimos ochenta años. //


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