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Entre Bujama y Asia, a la altura del kilómetro 93 de la Panamericana Sur, aún se puede disfrutar del paisaje rocoso de Chocalla. (Foto: Somos)
Renato Cisneros

Podría haber elegido Punta Negra, Santa María, La Quipa o Villa, playas que conocí de niño junto a mis padres, en las que pasamos al menos un verano y a las que volvíamos con cierta frecuencia, invitados por tíos o amigos con casa propia. Sin embargo, no podría designar a ninguna como mi playa predilecta.

Podría haberme quedado con El Silencio o Punta Hermosa, donde recalé tantas veces, o quizás San Antonio, en nombre de todos los campamentos familiares montados allí, pero tampoco sería justo afirmar que mantengo con esas playas una relación de intimidad o apropiación.

Ilustración: Somos
Ilustración: Somos

Menos aún con San Bartolo, Playa Blanca o Totoritas, donde pasé agitados veranos en calidad de topo o infiltrado, invitado por amigas o novias que creyeron conveniente llevarme a sus balnearios como quien lleva en la espalda un Pescadito Playero: esperando que sea, más que divertido, útil.

La playa favorita, la de verdad, es aquella donde de alguna forma creciste o te pasó algo que marcó tu adolescencia o juventud. Es la playa a la que sientes pertenecer aunque hayas dejado de frecuentarla. Pasa con esas playas lo mismo que con ciertos amigos: regresas a visitarlos y, sin tomar en cuenta los años transcurridos ni los cambios manifiestos, lo importante permanece más o menos intacto.

Esa playa para mí es Chocalla, un arenal que se extiende al final de una trocha larga y sinuosa como la tripa de un animal prehistórico, entre Bujama y Asia, a la altura del kilómetro 93 de la cada vez más congestionada Panamericana Sur.

La primera vez que acampé en Chocaya, hace más de 20 años, fue para recibir el año nuevo 1995 bailando en la arena desde Soda Stereo hasta Chichi Peralta. Esa noche conocí a un grupo de patas, todos recién ingresados a universidades o institutos, que llevaban al menos una década veraneando ahí, al pie de los campers de sus padres, unas casas rodantes oxidadas que se alineaban en paralelo a la orilla. Un chico flaco, tímido y pelirrojo nos recibió con manos y botellas abiertas. Le decían el ‘Rojo’, en alusión a su larga melena colorada. Hoy, ya entrado en sus cuarentas, padre de dos niños, al ‘Rojo’, que en realidad se llama Rodrigo, ya no le queda nada de flacura ni timidez; tampoco de melena.

Así, de la nada, como muymuys a las seis de la tarde, fueron apareciendo los demás, a quienes, tal como sucede en las mejores colleras, primero conocí por sus apodos, mucho después por sus nombres: el ‘Cromañón’, el ‘Ñato’, los ‘Igualitos’, el ‘Cachetón’, el ‘Enano’ y, más tarde, ‘Alvarrata’, ‘Alma Negra’ y Potino (que parece apodo, pero es nombre de pila).

Durante los primeros veranos lo habitual era prender fogatas, pernoctar en bolsas de dormir, extraer conchitas de las peñas, agenciarse agua de un pozo cercano para bañarse al vuelo, organizar expediciones a través de los cerros y emborracharse con aberrantes mezclas etílicas al alcance del bolsillo: ron con Pepsi, vodka con Kanú, pisco con Koolaid. Todo eso mientras escuchábamos discos compactos de Pink Floyd, Bob Marley o, en el peor de los casos, Fito Páez. No necesitábamos (o no sabíamos que necesitábamos) redes sociales ni smartphones. De todas las anécdotas surgidas en aquel tiempo hay una antológica que se repite cada vez que nos juntamos: el salto olímpico con garrocha con que el ‘Rojo’ pretendió sortear la carpa unipersonal –estilo iglú– de la entonces novia del ‘Ñato’. Un salto fallido, aparatoso, innecesario. La garrocha, que no era otra cosa que un palitroque, se partió en dos en medio de la maniobra y el ‘Rojo’ cayó pesadamente sobre la carpa, que se vino abajo quedando inutilizable en el acto. Nunca más volvimos a saber de ella. Ni de la carpa ni de la novia del ‘Ñato’, que jamás se recuperó del trauma y desapareció de la faz de la arena.

Muchas, demasiadas cosas han cambiado desde aquellos primeros veranos. Siempre que volvía a Chocalla encontraba las mismas caras, las mismas gaviotas, el mismo atardecer, la misma marea bipolar. Me gustaba que fuera así, que nada cambiara, que se repitieran hábitos y tradiciones. Había, además, decenas de personajes dando vueltas por ahí, como ‘Willa’, la legendaria y robusta vendedora de helados que hasta hace unos veranos patrullaba la playa cargando su cajita de tecnopor: su nombre original es un misterio pero la llaman así por su esposo, William, o Willy, quien le heredó el oficio luego de caer enfermo.

A lo largo de la primera década de este siglo, mientras los balnearios sin pasado de los alrededores iban cobrando esa acelerada y aburrida uniformidad arquitectónica, cubriendo la arena con concreto y rigiéndose por normas cada verano más absurdas, Chocaya se rebelaba a la tendencia, fiel a su espíritu rústico, relajado, democrático. En los últimos años, sin embargo, la entrañable Chocalla se dejó contagiar virulentamente por esa tendencia no solo a urbanizar compulsivamente, sino a lotizar con mezquindad el espacio que antes parecía de todos. La última vez que fui ya no la reconocía. Se parecía a una más de esas playas gemelas que se aglomeran antes y después del kilómetro 100.

Pero no importa. En la memoria de los patas de toda la vida, Chocaya seguirá siendo nuestra antigua trinchera, nuestro refugio entre diciembre y abril, la mejor playa, la más auténtica, cuyo nombre nunca sabremos cómo escribir correctamente. //

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