Sin ton ni son ni don, por Renato Cisneros. (Ilustración: Nadia Santos)
Sin ton ni son ni don, por Renato Cisneros. (Ilustración: Nadia Santos)
Renato Cisneros

Lo dice mi DNI, pero quiero ser más enfático, así que aprovecho esta columna para autorizar desde ahora a los médicos que vayan a tener en el futuro el disgusto de declarar mi muerte clínica a que —previo anuncio formal a los parientes que me sobrevivan— retiren los órganos operativos que sea menester y dispongan de ellos en la esperanza de que puedan serle útiles a otro cuerpo.  

Ignoro si para entonces se mantendrán en buen estado mis riñones de lector sedentario, mi hígado de bohemio vitalicio, mi corazón de funambulista empedernido, mis córneas de avezado miope, o mis pulmones de asmático recalcitrante, pero si algo de aquellos recursos humanos sirve para un eventual trasplante, procedan a extirparlos, muchachos, de cuajo, sin miedo.  

En el Perú, según el Minsa, todos los días mueren una o dos personas esperando un órgano. Morir esperando que aparezca alguien (mejor dicho, desaparezca) y restituya la vida que se te escapa debe ser una de las formas más desesperanzadoras de irse de este mundo. Eso le ocurrió a Alejandro Zumarán, de 6 años, quien falleció hace unas semanas en una sala del Incor cansado de esperar por más de cuatro meses un corazón sano que reemplazara al suyo, afectado por una disfunción ventricular.

Los datos de Reniec son impactantes: de los más de 23 mil peruanos mayores de edad apenas el 13% responde sí ante la pregunta de si donaría órganos. Con esas estadísticas es natural que vayamos a la cola de Sudamérica, apenas arriba de Bolivia. Por si no fuera suficiente, carecemos de una legislación que convierta a los mayores de 18 automáticamente en «donantes presuntos», como ocurre en México o Argentina, donde todo ciudadano adulto es considerado donante al morir salvo que en vida haya expresado claramente su negativa ante ciertas instancias públicas.  

Lo ideal, desde luego, sería que no necesitásemos de norma alguna para regular un ejercicio que es, básicamente, un acto de generosidad, pero dado de que esa virtud no es precisamente muy popular entre nosotros (pregúntenle a un venezolano sin pasaporte), y tomando en cuenta los miedos rancios instalados desde hace décadas en la población (caer en manos de mafias que trafican órganos; ser declarados muertos anticipadamente; violar creencias religiosas), hoy es imprescindible una ley que favorezca la donación.  

Hace unos días me acerqué a una clínica para donar sangre a favor de un amigo que estaba a poco de ser sometido a una delicada operación. Llegué temprano, entusiasmado con la que sería mi primera experiencia como donante. Sin embargo, luego de ser sometido a un exhaustivo cuestionario y cuando ya me preparaba mentalmente para el largo pinchazo, se me recomendó desistir debido a un antecedente médico que no viene al caso detallar. Al advertir mi frustración —mi amigo contaba con ese litro de sangre—, los doctores a cargo del departamento dijeron que podía hacer algo para compensarla: informar, promover, hacer bulla, denunciar la clamorosa falta de donaciones, es decir, la clamorosa falta de solidaridad y, junto con ello, la ausencia de un sistema médico que facilite las cosas, que estimule y no caiga en burocracias que desaniman.  

La ONG Cendeit ha hecho circular un dato clave: los bancos de sangre del país requieren un stock indispensable de 600 mil unidades de sangre para atender emergencias y tratamientos, pero solo cuentan con 200 mil, la tercera parte. De ese stock mínimo, nada más que el 5% es sangre donada por voluntarios; el resto proviene de la venta informal, es decir el mercado negro, que no garantiza en absoluto la buena salud de sus «donantes». Si en materia de donación de órganos estamos en el fondo de la tabla regional, ocurre algo similar con la de sangre: solo le ganamos a la pobrísima Venezuela.  

Ejercitar el altruismo en el plano más individual e íntimo (dando luz verde para traspasar nuestros órganos, tejidos, sangre) puede ayudar a que dejemos de ser tan marcadamente egoístas en lo colectivo. Después de todo, cómo vamos a compartir un país, un trabajo o una vía pública si ni siquiera sabemos desprendernos de un riñón. 

Esta columna fue publicada el 25 de agosto del 2018 en la edición impresa de la revista Somos.

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