Lee la columna de Luciana Olivares. (Ilustración: Kelly Villarreal)
Lee la columna de Luciana Olivares. (Ilustración: Kelly Villarreal)
Luciana Olivares

Mi relación con Feroz comenzó por Internet. No fue Tinder, aunque esos ojos penetrantes y pelo negro azabache hubieran podido hacer peligrar hasta mi estado civil. Para ser exacta, la primera vez que lo vi fue en OLX, luego de que, a insistencia de mi hija por tener una mascota, pusiéramos la palabra “pomerania” en Google y me llevara a dicho e-commerce. Escogimos esa raza luego de una exhaustiva investigación sobre las características que debería tener el nuevo integrante de nuestra familia (otra vez en Google) y un contundente interrogatorio por WhatsApp a mi amigo Pancho Cavero. Ahora que lo veo en retrospectiva, ese video de presentación que publicó el vendedor no le hacía justicia, estaba algo despeinado y legañoso y ese pelaje negro lo hacía parecerse demasiado a Pepe le Pew, el zorrillo de los dibujos animados de mi infancia, pero su mirada furiosa y varonil no solo me hizo querer conocerlo, así tuviera que irme a los quintos infiernos, donde quedaba la veterinaria que lo vendía, sino que también me hizo bautizarlo, sin habernos conocido, con el nombre de Feroz.

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Mi relación con los perros antes de Feroz era, supongo, la que puede tener una pareja que no tiene hijos en un avión presenciando el llanto ensordecedor de un bebe. Te crispa los nervios ese llanto, pero en el fondo los compadeces y te recontracuerdas ese día de usar condón. En otras palabras, no podía entender cuál era la necesidad de complicarte la vida, de tener que sumarle a tu estrés del día que no te destruyan los muebles, te muerdan algún zapato o te dejen regalos líquidos y sólidos en la alfombra.Tampoco comprendía cómo había gente que hasta les compraba pijamas, juguetes y hablaban de sus mascotas con el cariño con que podrían hablar de sus propios hijos. Pero llegó Feroz a mi vida y lo entendí todo y quién sabe si más. Entendí lo que significa que existen seres incondicionales, así hayas tenido un día donde más feroz estés tú, esperándote siempre con buen carácter, sin resentimientos a pesar de la amenaza de periodicazo que les diste en la mañana por comerse tu desayuno, y siempre dispuesto a lamerte el dedo gordo del pie cuando estás bajetón para subirte la moral. Aprendí lo liberador que es a veces actuar siguiendo tus instintos y no por compromiso. Feroz hace literalmente lo que quiere. Es verdad que es un poco convenido –si ve a alguien con comida en la mano, puede ser capaz de un coqueteo pasajero con lamida de mano incluida–, pero nadie puede imponerle dónde dormir y pegado a quién.

Feroz es también un recordatorio constante de disfrutar de los placeres simples de la vida. comer sin culpa, tomar unas buenas siestas con panza de perrito, jugar con un trapo o lo que encuentres a falta de pelota, lamer por horas lo que más o a quien más te gusta, olerlo todo hasta encontrar tu rincón favorito y engolosinarte un buen rato mientras se te mueve la cola u otras cosas. Experimento todos los días lo bonito que es sentirse realmente esperada, así hayas ido solo al baño, y que te hagan una fiesta con saltos de circo a tu retorno. Tengo que confesar que a veces, para sentirme menos culpable cuando salgo (sí, ya sé que debería volver a terapia por esto), le dejo su snack favorito para que se entretenga, pero Feroz es incapaz de darle si quiera un mordisco: espera hasta que vuelva para recién comer acompañado.

Otra cosa importante que descubrí con él es que el insomnio se contagia como cuando en mis momentos de angustia, a falta de abrazo, pega su cuerpito a mí en señal de apoyo, demostrándome que para expresar amor no se necesitan palabras. Y si bien Feroz es un perro tranquilo, que no mata ni una mosca, pero sí chanchitos de tierra porque se los trata de comer, ha hecho algunas travesuras justamente empujado por su apetito voraz. En el último Domingo de Pascua, como es tradición, escondí varios huevos por distintos lugares de mi casa para que mi hija Fernanda los encontrara, pero quien se encontró uno y hasta fue capaz de quitarle la envoltura con las uñas fue Feroz, quien además se devoró la prueba del delito. Nunca estuve más contenta de descubrir que esos huevitos que etiquetamos como de chocolate no tienen casi cacao, ingrediente letal para un perro.

Cuando recuerdo mis periodos de extrema soledad en el pasado, pienso en cómo me habría ayudado tener a un Feroz moviéndome la cola y cómo hoy ha sido tan importante para sobrellevar mejor esta cuarentena. Nos pasamos la vida buscando compañía cariñosa, presente, desinteresada, entusiasta, simple. Quizá deberíamos buscar por otro lado. //

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