La llegada de casi medio millón de venezolanos al Perú es un hecho sin precedentes en nuestra historia contemporánea.
La llegada de casi medio millón de venezolanos al Perú es un hecho sin precedentes en nuestra historia contemporánea.
Carlos Meléndez

En términos generales, las sociedades tienden a los extremos en cuanto al recibimiento que brindan al extraño. Algunos le dan la bienvenida, integrándolo a la dinámica cotidiana. Otros, en cambio, suelen repelerlo, a tal punto que albergan sentimientos xenófobos que escalan desde la desconfianza inicial hasta el rechazo politizado. ¿Cómo explicar estas diferencias? 

Podemos entender esta dicotomía considerando la cultura política de los locales. Para quienes luchan permanentemente por sobrepasar sus carencias materiales, mejorar su condición laboral o proveer mejor protección para sus familias, los inmigrantes representan una amenaza para su seguridad material, su bienestar concreto. Ello prevalece por sobre los sentimientos de empatía. Esto es, más allá de si les caen bien o no, en el día a día. En cambio, aquellas personas que han asegurado sus necesidades y demandas se identifican frecuentemente con una agenda mayor, con motivaciones de carácter posmaterial como el cuidado ambientalista, el rol de la religión en la educación pública o con el respeto a las minorías. Estas personas expresan mayor tolerancia y solidaridad y son los principales opinantes a favor de la recepción del extranjero. 

La actual migración venezolana a nuestro país ha evidenciado que los peruanos podemos dividirnos entre las posturas señaladas. Pero hay que llamar la atención de que se trata de una inmigración sin precedentes en nuestra historia social contemporánea. De hecho, Perú ha tenido muy pocas oportunidades históricas para lidiar con la recepción de migrantes (siendo usualmente un país emisor) y, por lo tanto, nuestra experiencia como sociedad es limitada: se nos hace complicado identificar los usos y costumbres de los foráneos y caemos fácilmente en el prejuicio simplificador.  

Las migraciones masivas en la historia peruana han sido principalmente trasatlánticas –pensemos en comunidades europeas, como la italiana– y de acuerdos protocolares entre países –como la japonesa de finales del siglo XIX, resultante de la crisis demográfica de ese país oriental–. En la actualidad, vivimos de manera tangible e inédita una problemática migratoria Sur-Sur. El éxodo venezolano, sin antecedente en nuestro propio subcontinente, nos interpela profundamente sobre el tipo de sociedad que somos y, más aún, a la que aspiramos. 

Así, la inmigración venezolana nos confronta con nuestra intolerancia como pueblo. Por más que hayamos avanzado materialmente –hace 30 años nuestra crisis hiperinflacionaria se acercaba a la del país llanero–, nuestras inseguridades prevalecen, lastrando con ello nuestra pretensión de sociedad globalizada.  

Entonces, ante la inexperiencia que tenemos como sociedad receptora de inmigrantes, el rol de los agentes estatales y los medios de comunicación es clave para formar opinión e influir en nuestra interacción cotidiana. En un mundo testigo de la aceleración de éxodos en todos los continentes (una mirada al Mediterráneo es suficiente para alertarnos), no existe vacuna frente a la xenofobia, pero sí un paulatino aprendizaje. Se trata de ser mejores ciudadanos del mundo y dejar la presunta comodidad pueblerina de mirarnos el ombligo. 

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